domingo, 22 de enero de 2012

La mayor plaza


Este enero generoso nos está regalando mañanas que son un anticipo de la primavera pero sin polen, un goteo de horas luminosas en las que el mercurio se eleva y hay algo en nuestro interior que nos pide salir a la calle, a disfrutar del anticipo de la estación que, cómo ocurre con algunos trailers de películas, será poco fiel a lo que vendrá en unos pocos meses.
He salido a pasear por el rastro, cumpliendo con una cita casi semanal, he recorrido sus calles y he subido después por la calle Toledo hasta la Plaza Mayor, y al entrar en ella he sentido otra vez que entraba en otro mundo, en otro Madrid.
La Plaza Mayor, calentada en sólo una mitad por el sol, bullía de gente que paseaba por sus soportales contemplando la mercancía expuesta en el mercadillo dominical de filatelia y numismática que circunda la plaza, curiosos y aficionados estudian los sellos y las monedas, amen de algunas baratijas diversas, y se mezclan ante un mismo artículo los niños que se inician en la afición que les transmiten sus abuelos con los expertos en busca de una ganga o de la pieza perdida de su colección.
Busco el calor del sol, fuera de los arcos, y me encuentro con Bob Esponja, y con Dora la Exploradora, y el hombre invisible, y hasta el Gato con Botas que se hacen fotos con los niños y con algunas chicas no tan niñas que tal vez aún no se han acostado desde que salieron la noche anterior.
Y más allá está la mujer que se cubre de algo parecido al barro y se queda inmóvil como una estatua siempre de cara al sol, y a pocos metros un hombre con ropa como de militar hace burbujas gigantes y con ellas rodea el cuerpo entero de algún niño e incluso de un adulto agachado.
Más allá un chino toca un instrumento de su país cuyo nombre desconozco y que suena siempre igual, como con la misma melodía, a la par monótona y dulce.
Y los pintores de estampas cañís conversan con los caricaturistas con los que comparten espacio y casi la vida.
Hay turistas, siempre hay turistas, que pasean inocentes de que desde los balcones los observan ancianas puestas al sol y jóvenes con aspecto de nuevos bohemios que han dado el primer paso hacia la bohemia viviendo en un ático del centro.
Y mientras camino veo que en los adornos de las farolas y en las rejas de la estatua del rey Felipe tercero han comenzado a colocar candados que llevan escritos nombres como Loren, Hannah, Charli o Byron pero que son españoles, candados que son muestras públicas de amor como los que se ven en los puentes de Venecia y los que encontré hace años en el Museo del Aire, en Cuatrovientos, aunque aquellos sólo tenian nombres de los quintos que se licenciaban.
Y toda la plaza es una fiesta al son de la música de una banda que interpreta a ritmo de Jazz canciones que no lo son. Es un ritmo apresurado y acelerado, siempre a punto de tropezar en una nota pero que evita la caída con una nueva voltereta. Una música que se instala en los oídos de todos los que pasamos por la plaza Mayor, que mueve nuestras manos a su compás y nos hace sentir que en ese pedazo de mundo la vida siempre es una mañana de domingo y olvidarnos de que sólo unos metros más allá de sus arcos se eterniza hasta hacerse invisible el pequeño campamento de cubanos que reclaman el asilo que se les negó en su día y que ya estaban allí antes del otro campamento, el que estuvo en La puerta del Sol, donde habrá ahora y casi siempre una manifestación en contra de la injusticia de turno. Y más allá está la vida normal, la cotidiana, la que se mueve como una barcarola entre alegrías y tragedias mientras en la plaza mayor el tiempo se ha detenido como los rostros de algunas fotografías, en una contínua sonrisa inoportuna, por siempre embustera y por siempre placentera.

domingo, 15 de enero de 2012

La información embustera


Las mañanas de los domingos fueron creadas para que descansen los dioses y disfruten del ocio los mortales. Incluso cuando el clima es hostil como en estos días, quedarse en casa es un pecado por el que alguna vez nos pasarán factura si existe al final de nuestras vidas una valoración del debe y el haber acumulado.
Con la intención de disfrutar de la mañana de este domingo, un grupo de amigos nos dimos cita en el museo que el Instituto de Crédito Oficial tiene en la calle Zorrilla. Nos llevó allí la intención de disfrutar de la Suite Vollard, la serie de grabados de Picasso considerada una de las obras maestras del grabado en el pasado siglo.
Unos para verla por primera vez, otros para disfrutarla de nuevo, todos acudimos con ilusión al museo sin imaginar que nos encontraríamos en su lugar con una exposición temporal de cuya calidad prefiero no hablar. Después de indagar averiguamos que no sólo no se encuentra allí ahora mientras dura esta exposición, sino que hace ya tres años que una exposición temporal sucede a otra, ocupando todo el espacio del pequeño museo, y la Suite Vollard duerme el sueño de los justos en algún almacén a la espera de que un incierto destino la rescate y la devuelva a las paredes de la sala.
Si embargo, la página web del instituto publicita la posibilidad de visitar la obra de Picasso sin que sea visible ninguna alusión a que no está allí, a que los dirigentes de la institución han decidido sustituirla por obras menores privando de este modo a los visitantes la posibilidad de disfrutarla.
A la sensación de frustración e impotencia por no haber podido contemplar el objeto de nuestra visita, ha seguido la de ira por el menosprecio de los responsables del desaguisado ante la obra y ante su público. Pero no les importa nuestra decepción y no importa nuestra ira, no nos queda más que el derecho al pataleo y usar este u otros foros para comentar lo sucedido, para que al menos sean menos los engañados, los que aumenten las cifras de visitantes a una exposición porque acudieron allí con otra intención, para que no nos sigan tomando el pelo, para que los museos respeten a sus usuarios.
Una de las obras de la desaparecida Suite.

jueves, 5 de enero de 2012

Mensajes en la pared


A la entrada de la biblioteca Pedro Salinas, junto a la puerta de Toledo, hay en la pared un panel de corcho dispuesto para que cualquiera cuelgue allí lo que desee.
Atrapados por chinchetas de colores se amontonan anuncios en los que cada cual ofrece lo mejor que sabe hacer en busca de un buen postor. Se ofrecen profesores particulares de cualquier materia, señoras que manifiestan su seriedad antes de proponerse como limpiadoras, se vende, se compra y se alquila, y todo el mundo encuentra una pequeña parcela donde dar a conocer su forma de ganar dinero en este mercado de servicios vertical.
Me detengo a leer los carteles, sólo por hacer tiempo, y en seguida me llaman la atención un par de ellos diferentes. Con una letra manuscrita, compacta y recogida, alguien ha llenado dos hojas de cuaderno con comentarios sobre dos programas de televisión. En cada una de las hojas se narran los pormenores del funcionamiento de ambos programas y se recomienda su visionado.
La persona que haya escrito aquellas recomendaciones ha puesto mucho empeño en relatar los motivos por los que recomienda esos programas, detalla cada pormenor de su funcionamiento ocupando toda la hoja, sin dejar apenas espacios en blanco, como si a cada momento brotaran en su mente nuevas ideas que necesitan ser mostradas aunque sea en un nuevo apartado separado del resto por una tosca línea de bolígrafo azul. Los textos describen los pormenores de cada programa con vehemencia a la vez que recomiendan cada aspecto de ellos incidiendo en los motivos por los que, a juicio de quien los haya escrito, es aconsejable verlos y disfrutarlos como los debe disfrutar él o ella.
Me pregunto mientras los leo quién los habrá escrito y qué le habrá movido a hacerlo. Imagino a una persona solitaria que encuentra su único momento de distracción y de algún modo compañía al sentarse frente la televisión, y eso le lleva a compartirlo por el mundo. Para mí cada una de esas hojas en un mensaje en una botella lanzado por un naufrago que necesita ser rescatado de la soledad tan propia de las ciudades superpobladas donde nadie conoce a nadie pero en el fondo albergo la esperanza de que, una vez más, mi imaginación se haya desbordado y apartado de los cauces de una realidad a menudo más prosaica y menos novelesca.