lunes, 19 de diciembre de 2011

Encuentro nocturno

Pasear por el centro de Madrid implica coincidir en el camino con un aluvión de rostros anónimos, una procesión de gestos ignotos que converge en ese área común para madrileños y visitantes que en realidad es como un pueblo pequeño, el que todo es conocido y la vida transcurre bajo las mismas pautas.
Entre las caras que el paseante se cruza aparece de vez en cuando una conocida, la de algún familiar o amigo al que el azar ha llevado al mismo punto, o el rostro de alguien a quien conocemos de ver en televisión o en la prensa.
Reconocemos los rostros de aquellos a los que tenemos tan presentes en nuestras vida de tanto verlos en los medios que casi parecen familiares o amigos, son como los vecinos con los que coincidimos en la escalera y les saludamos sin interés, sólo por cortesía, del mismo modo que en ocasiones, al cruzarnos con alguien a quien tanto hemos visto en una pantalla o en una foto sentimos el impulso de intercambiar un saludo, como si nos conociera, como si su familiaridad procediera de un contacto habitual y no de la cercanía aparente que proporciona la televisión o la prensa.
Acostumbran a ser personas con las que no coincidimos en gustos u opiniones, con las que no cruzaríamos más de dos palabras de cortesía si tuviéramos ocasión, pero en gozosas ocasiones sucede que nos encontramos con alguien a quien admiramos, una persona cuya opinión o trabajo nos importa, alguien con quien desearíamos conversar y mostrarle nuestro respeto, compartir con él o ella lo que nos une, sentirlo aún más cercano, más nuestro.
El pasado domingo, mientras caminaba hacia la parada de autobús por la calle Alcalá tuve uno de esos felices encuentros.
pasé a su lado sin verlo y me atrajo una frase que le escuché, un comentario hacia una mujer que le acompañaba sobre algún espectáculo musical que acababan de ver. Lo tuve delante por unos instantes hasta que cambió de dirección y en ese breve tiempo deseé dirigirme a él, hacerle participe de mi admiración, contarle de qué forma su obra me influyó y cuanto le debo de algún modo.
Sin embargo no lo hice, por respeto o por miedo sólo dejé que nuestras miradas se cruzaran por un instante, que se alejara con las personas que le acompañaban mientras yo continuaba mi camino en cierto modo satisfecho por haber coincidido por unos segundos en su mismo recorrido, por haber sido parte de un instante de su vida aunque él no fuera consciente de ello.
No fue preciso hablarle, molestarle, tan sólo me bastó la coincidencia para regresar feliz a casa.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Lucanor, el de los Lunnis.

Viajo en el metro enfrascado en la lectura del libro que me acompaña desde hace unas semanas, me sumerjo en sus páginas y ya no estoy en Madrid sino paseando errático por las calles de Lisboa de la mano de Santiago Biralbo. Su lectura me cautiva, me secuestra de la realidad y me sumerge en una historia ajena que nunca existió pero que en esos momentos es más real para mi que lo que sucede a mi alrededor. La literatura me embruja, me trastoca los sentidos y me enamora desde que era muy jóven, sólo un niño que leía con fervor los libros de Verne, London o Salgari que me regalaba mi abuelo exiliándolos de su biblioteca de forma casi ritual, mágica.
La literatura me ha salvado tantas veces, me ha dado la vida y me ha robado el alma desde que adquirir el poder milagroso de la lectura. Es una parte de mi vida inseparable de mi pobre biografía, un rasgo de mi caracter.
Venero los libros, incluso los malos, los respeto como objetos sagrados y los atesoro, quiero saber todo sobre ellos y desde que puedo recordar mi curiosidad hacia ellos, hacia sus autores y sus circunstancias me acompaña, me guía y me anima.
En mis tiempos de estudiante de bachillerato esperaba con ansia la clase de literatura, aquella hora bruja en la que un profesor al que le debo tanto desgranaba ante mi los pormenores de la historia literaria de España, pero cuando llegaba la evaluación nunca conseguía el aprobado. Me fascinaba la asignatura, la disfrutaba como casi nadie pero los exámenes la reducían a su lado más banal, a la sucesión de nombres y fechas que tan poco tenía que ver con ella. En los exámenes no aparecía el embrujo de la literatura, el que me fascinaba durante el curso.
Ahora leo en el metro cuando me distrae una conversación. Levanto la vista y me encuentro con un grupo de cuatro o cinco chicas adolescentes, maquilladas, atravesadas por anillos metálicos, con la ropa breve y kitsch tan del gusto de las urbanitas de su edad. Rien y comentan entre ellas los exámenes a los que se han enfrentado en estos días y se produce una conversación que me aturde.
Comenta una de ellas, con respecto a un reciente exámen de literatura, que le preguntaron por "El Lucanor" y otra interrumpe preguntando "¿Lucanor, ese es de los Lunnis, no?
la otra responde afirmativamente, comenta algo sobre los personajes de la televisión infantil y después prosigue, cuenta que eso es "algo de tercero" y que en su libro, al mencionar a "El Lucanor" se leía "consultar el libro de tercero", así que, en el examen, ella escribió textualmente "consultar el libro de tercero".
Como colofón todas ríen y en unos segundos se han olvidado del Lucanor, el de los Lunnis.
Por un momento, antes de salir del asombro, siento ira hacia ellas, hacia su desprecio por la literatura, pero no la merecen.
Mientras el sistema educativo español siga convirtiendo a los estudiantes en recopiladores de datos, en memorizadores de fechas y nombres, el Conde Lucanor seguirá sufriendo afrentas de este tipo, al igual que los demás personajes y autores.
Cada nuevo gobierno trae consigo una reforma educativa que no pretende más que adecuar el sistema a sus intereses políticos, pero la auténtica reforma, la que cambie de raiz el sistema y sustituya las retahílas de datos por el disfrute de las materias, por el conocimiento, no llega porque no conviene, no interesa a los gobernantes.
Me temo que por mucho tiempo, el buen conde Lucanor seguirá siendo uno de los Lunnis.

viernes, 9 de diciembre de 2011

El hombre que conoció a Vallejo Nájera

En el metro, de regreso a casa después de una gozosa velada entre amigos dibujantes, coincido con un hombre que está sentado frente a mi y que capta mi atención por encima del libro que intento leer.
Viste con ropas viejas pero con poca suciedad. Su cabello desordenado se mezcla con una barba larga y un bigote de caballero decimonónico y en conjunto parece una versión desharrapada de Carlos Marx. En el asiento de al lado ha dejado unas bolsas de un supermercado, unas dentro de las otras, de forma que no consigo adivinar su contenido. En una de sus manos de la que destaca un dedo protegido por una venda sucia y desproporcionada, sostiene una lata de cerveza que en ningún momento del trayecto le veo llevarse a los labios.
Ajeno al resto de los viajeros, centra su atención en una conversación con alguien inexistente pero que, a juzgar por su mirada concentrada en un punto del espacio vacío frente a él, debe ser tan real para él como cualquiera de los otros usuarios del suburbano.
Habla pausadamente y en su conversación se adivina una cultura y un saber estar que no ha sido borrado por los estragos de la vida. En ocasiones plantea preguntas que nadie responde, otras veces él responde a cuestiones que sólo han sido pronunciadas en su mente, y entre preguntas y respuestas hilvana diferentes temas, uno nuevo a cada nueva frase.
Comenta tranquilamente, con la voz queda y cortesmente que estas navidades no serán como las de siempre porque todo ha cambiado y en la siguiente frase se muestra decepcionado por el periodismo actual. Continúa su conversación con su interlocutor imaginado sin hacer una pausa, cómo si tuviera prisa por tratar todos los temas que se agolpan en su mente antes de llegar a su destino, tan sólo es más serena y detenida su plática cuando habla de Vallejo Nájera, cuando
desgrana elogios hacia la persona del psiquiatra y afirma que lo conoció, y yo le creo, creo lo que dice porque me he convertido sin que ni siquiera él lo sepa en su partenaire en la conversación, porque presto atención a cada una de sus palabras como si me las dirigiera a mi entre todas las personas que compartimos viaje con él, cómo si sólo estuviéramos los dos, al menos es así hasta que su voz desaparece sepultada por el escándalo que producen unos adolescentes a los que les sobra el alcohol y les falta educación. Ahora no oigo al hombre que conoció a Vallejo Nájera, sólo le veo mover los labios y sin el acompañamiento de sus palabras y de la forma de pronunciarlas casi parece otro mendigo más de los que habitan el metro, afortunadamente el tren llega a mi parada y lo abandono a tiempo antes de que el recuerdo que deja en mí se degrade.


miércoles, 7 de diciembre de 2011

Santos


En un paseo feliz aprovechando la mañana soleada y bulliciosa que me llevó ayer desde la plaza de Ópera al mercadillo navideño de la Plaza Mayor, dediqué un rato a visitar la catedral de la Almudena aprovechando la poca afluencia de visitantes.
La Almudena es una catedral impostada, un capricho caro de los madrileños construido sin ganas para no desmerecer ante otras ciudades en una época extraña para el alzado de catedrales.
Sin un estilo preciso, se mezclan en ella el neogótico de sus muros con mil y un estilos en la geometría hiriente de sus vidrieras, en los frescos, en el artesonado que tiene algo de construcción vikinga, en las tallas barrocas que muestran su belleza junto a la escultura de Escribá de Balaguer que tiene la fealdad cateta de una estatua de plaza de pueblo. Nada es auténtico, todo cabe y todo vale.
De camino a casa, al pasar por el cruce entre Alcalá y Goya, me encuentro como tantas veces con un hombre que pasa el día agazapado al pie de un árbol, recluido en el mínimo espacio de tierra y hojas secas que parece reservado más a los perros o a las mangueras de los jardineros que a las personas. En ese espacio inmutable excepto cuando llueve y se traslada al pie de un escaparate cercano, pasa el día tallando con un fervor y una dedicación obsesivas. Con una maza en una mano y una gubia en la otra, rodeado de lápices, pinturas y un caos de materiales tirados por el suelo, reproduce sobre pedazos de madera innoble obras de arte que previamente ha fotocopiado en una hoja de papel.
Esculpe sobre todo imágenes religiosas en bajorrelieves toscos y torpes, con un aire naif a fuerza de desconocimiento de la técnica pero en los que, no me cabe duda, pone tanto de su alma como el más grande de los artistas.
Observo sus santos policromados, cercanos a veces al dibujo de un niño, y no puedo dejar de pensar en los que poco tiempo antes he visto en la catedral. Hay más alma en sus tallas que en gran parte del arte que alberga la catedral, más devoción y mayor entrega en sus trozos de madera encontrados en algún contenedor que en la grandilocuencia hortera del retrato de la Beata María Pilar Izquierdo y otras obras.
Pero hay algo en lo que coinciden; junto al escultor
un cartel manuscrito pide una ayuda monetaria acompañado siempre de muy pocas monedas, a la entrada de la catedral casi corta el paso un enorme letrero que reclama una donación para el monumento, allí siempre hay monedas, muchas monedas.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Invisibilidad

El sábado por la mañana espero a alguien que se retrasa en la Puerta del Sol, al pie de la estatua del oso y el madroño, que es como un vórtice donde converge la vida en Madrid. Mientras espero disfruto observando a la gente, a la multitud de personas que por un instante mezclan sus vidas sin tocarse, sin mirarse y después continúan su camino, como una especie de peces milagrosos que salieran secos del mar.
Observo a los turistas que se fotografían junto al símbolo oficial de la ciudad y a los que algo más allá lo hacen en el kilómetro cero, y mientras me pierdo en las sonrisas forzadas ante las cámaras lo veo aparecer.
Viste una levita vieja y negra, unos enormes zapatones y un bastón de plástico. Bajo un bombín maltratado su rostro arrugado está cubierto de pintura blanca excepto al pie de su nariz donde un tiznajo negro simula un bigote. Imita torpemente a Chaplin, pretende moverse como él aunque está lejos de conseguirlo, sin embargo en ese momento yo creo estar viendo a Charlot que ha aparecido de la nada y pasea entre los turistas que lo miran sorprendidos y divertidos.
No pide dinero ni ninguna otra cosa, sólo se coloca junto a los que se fotografían, bromea con los niños e intenta ser Charles Chaplin por unos instantes sin más pretensiones que el disfrute de su caracterización. Los que pasan apresurados junto a él detienen por unos momentos sus pasos, se rien, comentan entre ellos algo en voz baja y reanudan su marcha.
El Charlot de la Puerta del Sol continua su pantomima por un rato más captando la atención hasta de los más apresurados, pero en un instante en que la estatua queda libre de turistas enciende un cigarrillo, abandona sus andares de Charlot y camina como una persona más, entonces es ya invisible.
Sólo en las ciudades como Madrid es posible que alguien vestido y maquillado de esa forma pueda ser invisible, que se mezcle entre los demás sin que nadie repare en él justo en el momento en que decide ser transparente, en que convierte su imitación de Chaplin en el vagabundeo habitual de muchos de los pobladores de la plaza. Creo que sólo yo sigo prestándole atención mientras se aleja y desaparece entre el barullo de caminares apresurados, supongo que cuando acabe su cigarro retornará a su imitación y de nuevo tomará forma ante los que le rodean, de nuevo será visible, los niños reirán y los turistas lo fotografiarán, hasta que decida recuperar su invisibilidad una vez más.
Son los milagros de Madrid.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

A esa hora


Existe un hora incierta, compañera del crepúsculo, en la que el barrio de Malasaña exhibe sus colores como un pavo real y con el pecho hinchado sale a la calle.
Es la hora en la que los homosexuales solitarios pasean a sus perros en miniatura y las luces de los escaparates se convierten en faros hacia los que, como polillas engalanadas, se dirigen los hipsters sin remisión. Las librerías de viejo sacan a la calle sus saldos y las señoras que ya vivían en el barrio antes de su transformación acuden a las pollerías para preparar el menú del día siguiente. Entre Espíritu Santo, San Andrés y La Palma hay una procesión de devotos de la moda, de jóvenes estudiantes que resucitan de entre los libros al olor de las pizzerías, un reguero contínuo de coolhunters mezclados con estudiantes Erasmus, paseadores de perros y artistas con los bolsillos vacíos.
Es la hora en la que el centro de Madrid se disfraza de Nueva York y se presume cosmopolita y moderno.
Pero es la hora también en que florecen las prostitutas de la calle Ballesta, en la que la plaza de San Ildefonso se llena de vagabundos que deambulan alrededor de alguien apodado Panoramix por sus larga cabellera y su barba, blancas como la nieve, y porque tiene algo de druida hippie anclado en un pasado que se transcurre en nuestro presente, es la hora en la que aparecen los arqueólogos de la basura siguiendo una ruta aprendida de conte
nedor en contenedor, es la hora más frívola pero también la más canalla.
A esa hora, cuando paseo por Malasaña, mis pasos suelen acabar en un lugar ajeno a las calles y a la tragicomedia que en ellas se representa. Donde coinciden la Corredera Baja de San Pablo y la calle Puebla, la iglesia de San Antonio de los Alemanes se abre entre misa y misa a los exploradores urbanos mientras permanece ignota para muchos de los que pasan frente a ella pero no reparan en su fachada carente de ornamentos a excepción de una pequeña estatua del santo, sin reclamos que inviten a entrar. Mientras en su exterior la vida se muestra bulliciosa, desordenada y libertina, dentro del diminuto recinto elíptico que forman sus paredes el visitante ocasional puede perder la noción del tiempo absorto en la
s pinturas al fresco que la cubren desde el suelo hasta el punto más alto de su bóveda. Dedicar un tiempo sin cómputo a contemplar cada figura, cada detalle. Dar rienda suelta a la mirada para que se pierda entre los elementos que diferentes autores plasmaron a lo largo de los años, sentirse recibido, acogido, protegido, inmune al transcurrir frenético de la vida en Madrid, como esta estuviera siempre detenida en San Antonio de los Alemanes.


sábado, 26 de noviembre de 2011

Piedra, metal y miseria

Flanquean a La Ribera de Curtidores varias corralas supervivientes de los tiempos en que llenaban Madrid igual que hoy lo hacen los pisos compartidos por emigrantes, como una forma barata de obtener un techo bajo el que dormir y poco más cuando no se tiene ni eso.
De aquel primitivo uso no queda más que el recuerdo y las corralas de Ribera de Curtidores se han convertido ahora en galerías donde los anticuarios más comerciales exponen su mercancía y cada domingo por la mañana sacan sus brillos al sol como un pavo real que exhibe su plumaje, para solaz de turistas y visitantes del rastro que se adentran en ellas sorteando bronces de Diana cazadora y lámparas de flecos deshilachados.
Varias de estas corralas no hace demasiado tiempo que fueron restauradas por algún plan municipal que resaltó su tipismo de ladrillo visto, tejados de pizarra y barandillas de hierro, un lavado de cara para que sirvieran de cebo a los compradores atraídos por su oropel renovado de quincallas y trastos viejos.
Pero entre todas ellas hay una corrala que mantiene su función primigenia, la de servir de vivienda barata a un puñado de familias y dónde no hay más antiguedades que los trastos deshechados que se puedan encontrar en la tienda abarrotada, laberíntica, caótica y surreal de los Traperos de Emaús.
El patio de la corrala exhibe ante los escasos visitantes un panorama de paredes ruinosas que se dejan caer sobre puntales metálicos como un anciano que ha renunciado a caminar erguido y se sabe necesitado de un hombro ajeno. Gran parte del recinto
está deshabitado a causa de la ruina y aunque el resto no parece estar en mal estado, la impronta de la pobreza se manifiesta por todas partes.
Casi en el centro de la corrala, entre la ruina y el herrumbe, desafia al sentido común del visitante ocasional una enorme escultura cuya presencia allí cuesta entender. Un desproporcionado bulto de piedra y metal, un mamotreto informe que se podría encuadrar en ese estilo artístico tan impreciso que puebla las rotondas de las carreteras nacionales, obra de algún artista que olvidó su firma o no quiso dejarla y que resulta tan extraño en un lugar como este que casi parece un desafío, un agravio si se compara con los edificios apuntalados a punto de derrumbarse vencidos por el tiempo y la desidia.
La escultura permanece firme, elevándose orgullosa hacia el cielo mientras su entorno se desploma. Una pieza del conjunto brilla lustrosa mientras las malas hierbas brotan entre los puntales que algún día dejarán de sujetar unas ruinas que no por postergadas son menos evidentes y seguramente la escultura permanecerá, casi intacta como ahora, apenas tocada por el spray de algún adolescente, mostrando imperturbado su exotismo.
Llego a la corrala, me siento cerca de la escultura y la dibujo, transformo en líneas cada una de sus formas vulgares pero altaneras y me pregunto q
uién la pondría allí, qué político consideraría más adecuado colocar en la corrala aquél obstáculo para la vista en lugar de restaurar los edificios y añadir algo de dignidad a sus habitantes, pero no tengo respuesta.
Mientras dibujo, dos hombres gitanos salen de un portal y hablan de las elecciones que se celebran ese mismo día, uno le pregunta a otro: ¿Al final, a quien vas a votar?, y el otro le responde: ¿Yo? a ninguno, yo no voto a los payos.
Continúo dibujando y comprendo su decisión.