lunes, 17 de octubre de 2016

Intimidad compartida.


Experimentar, o más bien padecer un ingreso en un hospital, con lo que trae consigo en cuanto al abandono de las seguridades cotidianas a cambio de sometimiento y dependencia ante personas desconocidas, y no siempre empáticas con nuestro mal, es una experiencia que permitiría redactar un sinfín de textos a fin de explorar el hecho de convertirse en un paciente, hasta que punto ese cambio de estado distorsiona algunos pilares de nuestra identidad y sólo ofrece dudas y sobresaltos.
He pasado el último mes y medio entrando y saliendo del mismo hospital y he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre todo ello, si de algo hay excedencia en nuestra sanidad es de tiempo de espera, pero de todos los aspectos de la vida hospitalaria me interesa sobre todo uno, tal vez el más ajeno a mis dolencias y a mi relación con profesionales de la salud.
El exceso de demanda, o más bien la escasez de plazas, obliga a los enfermos a compartir habitación, a ceder una parte de su intimidad a cambio de la que entrega el compañero, a exponer su alma y su cuerpo ante el compañero de celda. Esta intimidad compartida convierte a cada enfermo en una suerte de espectador de una obra teatral que se desarrolla ante él, sin posibilidad de renunciar al espectáculo no solicitado.
Cada nuevo compañero de habitación viene acompañado de una historia personal que se despliega en el breve escenario que conforma el espacio en torno a su cama y que tiene como telón la cortina que rompe la habitación en dos. Su historia se manifiesta como una función por la que desfilan los personajes que le dan forma, secundarios y protagonistas que poco a poco van desgranando datos, nombres, hechos, detalles de un historial médico o intimidades familiares.
Los miembros de la familia, los visitantes de todo tipo, entran en el escenario representan su papel,  llevan a cabo oportunos mutis y la historia crece, se arma y define como drama o comedia. El origen y la intrahistoria del personaje principal, siempre el enfermo, su situación social, sus filias, sus fobias y su entramado vital van siendo desgranados por los intérpretes ignorantes de su condición actoral y poco a poco, el espectador que a su vez es actor de otra función paralela descubre todo aquello que hace grande a una historia, los matices, los pequeños dramas y alegrías paralelos al personaje central, la riqueza de los personajes secundarios o su pobreza, la incertidumbre siempre temida sobre el desenlace de la historia. En ocasiones sólo hay un actor que representa su función vital en un monólogo mudo, en otras la obra es coral y el despliegue de personajes es rico y variado, la esencia del ser humano gotea o se desborda sobre las improvisadas tablas y el espectador atento puede disfrutar de las más grandes historias, las que teje y desteje la cotidianeidad de las personas, la vida de la gente que cuanto más pequeña parece más grande es.
Y si el espectador lo desea puede romper la cuarta pared y fundir su función con la del vecino, crear una nueva basada en una comunión de experiencias que confluyen o divergen en una habitación de hospital y la convierten en el gran teatro del mundo.

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