miércoles, 15 de agosto de 2012

Extrañeza del metro

El metro es el escaparate del gran mercado del mundo, la pasarela de las rarezas y las cotidianidades madrileñas, un subterráneo jardín de las delicias de tipos, poses e historias.
Hay lugar en el metro para músicos estruendosos, para mendigos artificiales y para los que realmente necesitan el favor ajeno para sobrevivir. En un vagón de metro caben los últimos punkies luciendo sus cuerpos maltratados al lado de señoritas que se maquillan para entrar estupendas al trabajo. 
El metro es un cajón de sastre semoviente en el que igual se encuentran jóvenes ruidosos montando un botellón sucio e ineducado que lectores silenciosos e introspectivos. Hay espacio para los comerciales trajeados y para las prostitutas casi en cueros. Conviven en un mismo espacio exiguo neohippies uniformados, señoras recién salidas de la pelu, ancianos que sonríen a las muchachas, musculitos en camiseta de tirantes, raperos sepultados en oro, trabajadores del suburbano que olvidaron la sonrisa en la puerta, seguratas que quieren ser Clint Eastwood, adoradores del iphone expatriados de Matrix, embajadores forzosos de cien mil países, señoras que devoran sopas de letras, niños curiosos que sólo saben que no saben nada, enamorados para siempre por un rato, gentes de cien mil raleas, que diría Serrat.
Todos conviven en el mismo espacio y todos son invisibles a los demás, nadie produce mayor extrañeza que quien tiene a su lado, nada es nuevo para los viajeros del suburbano que ya lo han visto y oído todo, que no tienen tiempo ni ganas para dedicar su tiempo a los demás. Nada consigue distraer a los pasajeros del metro excepto una persona que dibuja. Una mano trazando líneas sobre un papel es el imán más poderoso para las miradas, para los comentarios no disimulados. Ante la presencia del dibujante no hay reparo, se abre la espita de la descortesía y se comenta su labor como se retransmite una celebración deportiva, con el mismo afán y la misma vacuidad, las miradas vuelan por encima de su hombro y se acaban por clavar sobre su obra, incluso se desaprueba su labor abiertamente, el acto del dibujante abre la veda en un coto de caza cerrado para las especies más jugosas pero libre para quien sólo pretende emplear su tiempo entre estaciones dando libertad a su mano, a su instinto.




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