viernes, 8 de marzo de 2013

Sile, nole

Tener un sobrino de doce años y una sobrina de cuatro se ha convertido para mí en la llave que me permite el acceso a un mundo que a mi edad muchos han cerrado para siempre, el de los comportamientos reservados a la infancia. En los ratos que paso con ellos puedo comentar series de dibujos animados, puedo hacer que la vida sea un juego contínuo, andar por la calle pisando solo las baldosas impares o cruzar los pasos de peatones saltando las rayas blancas, andar por el bordillo de la acera, cambiar cromos.
Todos los domingos, en el delta que forma la calle Carlos Arniches antes de desembocar en la Ronda de Toledo, con la excusa del rastro, se reune una minúscula multitud de personas que cambian o venden cromos de las colecciones que en ese momento estén en los quioscos, cartas de Mágic y demás objetos coleccionables.
Allí acuden los niños de Madrid acompañados de adultos a cambiar los cromos repetidos de la liga de fútbol, de las Monster High o de animales. Los niños manejan los tacos de cromos excedentes y los adultos vigilan sus cuentas con devota atención, identifican los cromos que faltan en su colección corregidos a menudo por la memoria de los adultos.
Acudo allí algunos domingos y me veo rodeado de padres, tios y otros familiares con los que comparto la regresión a la niñez. Observo como conocen las listas de cromos repetidos y los pendientes de conseguir aún mejor que los niños a los que acompañan, como les corrigen si estos creen no tener un cromo que en realidad han cambiado un rato antes con otro niño. Manejan contabilidades de repetidos, pendientes y recién cambiados con la devoción de quien está regresando a la época en que eran ellos los que intercambiaban estampas en alguna plaza, de quien está recuperando un momento feliz de su vida pero con la distancia suficiente de ser sólo el adulto que acompaña al niño para que no se pierda.
Esas coordenadas del rastro se convierten cada semana en una embajada del país de nunca jamás, donde los adultos pueden recuperar su niñez y sentir que esta no estará nunca perdida para siempre, que para reencontrar lo que algunos exiliaron de sus biografías sólo hace falta un puñado de cromos, la excusa de la compañía de un coleccionista y el conjuro de ese mantra delicioso que repite con voz infantil, sile, nole.

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