domingo, 26 de febrero de 2012

Víctimas

Esta mañana, durante un gratificante paseo por el centro de Madrid, he vuelto a pasar por el local que ocupaba hasta hace muy poco tiempo la librería "El Aventurero".
Quizás por un acto reflejo aprendido a fuerza de repetirlo, me he asomado a sus escaparates pero sólo he visto estanterías vacías y polvo, ni rastro de los cómics que durante tantos años allí se mostraban y que convirtieron aquellos escaparates y el interior de la librería en uno de mis puntos de peregrinación cuando venía a Madrid desde mi pueblo para pasar un día en la gran ciudad y soñar con que algún día sería uno de sus habitantes.
Muy cerca de mi casa, en la calle Hermosilla, descubrí hace poco tiempo una librería de viejo que no conocía. Un espacio pequeño pero acogedor dedicado a los libros de segunda mano en el que sólo estuve una vez pero del que salí con la firme promesa de volver.
No podré cumplir mi promesa porque la librería ya no existe, otro local vacío es lo único que encuentro cuando paso por allí. No están los libros, ni los escaparates, sólo dos persianas metálicas siempre echadas y los restos adhesivos de las letras que componían su rótulo y que ahora tampoco están.

Esta crisis cruel que nos atenaza tiene efectos más allá de los económicos pero que no son noticia. Son las tiendas de cómics, las librerías de viejo y las de novedades, las tiendecitas de complementos y otros negocios similares los primeros en sucumbir bajo su paso imparable.
Ante la escasez económica renunciamos a lo que consideramos menos importante, prescindible.
No hay trabajo para los artistas, para los libreros, para los creadores y distribuidores de belleza. Dice mucho sobre un país qué consideran prescindible sus habitantes, es un indicador claro de su cultura.
Mucho más que las cifras del paro o las calificaciones de las agencias de valoración, la verdadera mesura de la crisis económica y de sus estragos está en los daños que produce y en a quién y a qué afecta con mayor saña. La lista de caídos es el mejor reflejo de la salud moral y la educación de un país, pero desde el momento en que la propia educación es una víctima más no hay lugar para la esperanza.
Los que ocasionaron el debacle económico siguen disfrutando de sus prebendas y de los beneficios que producen, los gobernantes se aseguran un próspero porvenir gracias al don inexplicable de decidir sus propias remuneraciones, pero lejos de ellos, cada vez más lejos, los que luchamos a diario por sostener un negocio o un empleo basado en la creación, en la imaginación, en la belleza, nosotros que intentamos sobrevivir con lo que muchos consideran superfluo, seguiremos siendo los primeros en caer, las eternas víctimas.
Al menos nos queda el derecho a imaginar que, como ocurre en los cómics, en los libros que se apilan en las librerías de viejo, algún día existirá una sociedad utópica en la que la escala de valores nos trate como merecemos, pero eso por el momento es patrimonio de la ficción

jueves, 2 de febrero de 2012

Mensajes contra el hambre

Paseo por las calles de Madrid seducido por sus edificios, por sus luces y por su gente, la gente que abarrota el metro, la que transita apresurada de casa al trabajo y viceversa, gente que pasa ante mi sólo unos segundos y desaparece. Pero hay otra gente, la gente inmovil, los que se sientan en las esquinas con la mano extendida, los que piden una limosna frente a las iglesias o en las puertas de los supermercados, que también son lugares de culto.
Paso ante los que no tienen un techo, ante los mendigos que en estos tiempos crueles son cada vez más y presto atención a sus reclamos de limosna, a los cartones manuscritos en los que solicitan una ayuda y me traiciona mi profesión. Una suerte de deformación profesional me lleva a pensar que se pueden mejorar, que una frase más ingeniosa o una mejor caligrafía los haría más eficaces, que atraerían mayores ayudas, y muchas veces he pensado en hacerlo, en intervenir.
Pienso eso a menudo pero inmediatamente aparto la idea de mi cabeza porque la considero ofensiva, porque creo que es una frivolidad indignante, que les ofendería, que es mejor ofrecerles la limosna que solicitan y no empeñarme en arreglar todo lo que esté escrito como siempre hacemos los diseñadores.
Pero sucede que un diario gratuito de los que pasan de mano en mano en el metro me trae una noticia en la que se cuenta que alguien ha tenido la misma idea y la ha puesto en práctica. Leo como un grupo de jóvenes no se ha quedado en una mera idea y ayuda a los que lo necesitan sustituyendo sus peticiones de ayuda por letreros también manuscritos en los que una frase ingeniosa, divertida, atrae la atención de los viandantes y con ella una muy necesaria limosna.
Siento haber sido tan cobarde o tan indeciso pero me reconforta ver que es posible, que alguien lo ha hecho y que funciona.