lunes, 11 de noviembre de 2013

Basura y oro

Madrid es cada día que pasa más un estercolero.
El tour de force del ayuntamiento contra sus trabajadores inunda de desperdicios las aceras y por donde uno camine se enredan los pies en hojas muertas, en papeles y plásticos.
Entre este caos continua la vida y continúan los rituales que se repiten periódicamente, a diario o cada año, la gente sigue yendo a trabajar, saliendo a la compra o tirando la basura aunque nadie la recoja, el ayuntamiento vuelve a erigir un gigantesco cono navideño, al que algunos inocentes se atreven a llamar abeto, en la Puerta del Sol.

Este año es diferente, ya no es verde como se espera de él y ya no están los corazones de Agatha Ruiz de la Prada. Este año el supuesto abeto es de color dorado, como algunas monedas, como el oro, y en lugar de corazones hay bombos de la lotería.
El enorme cono de hierro y luces se alza en el centro de Madrid como el punto de peregrinación de algún obsceno culto al dinero. Ahora, cuando cada vez hay más gente que no tiene nada, en el centro de Madrid, de España, se alza un homenaje al dinero, a la ilusión volcada en los premios imposibles de la lotería, al oro cuyo brillo todo lo ilumina.
Este año los visitantes navideños de la Puerta del Sol se fotografiarán pasando por debajo de un monumento al dinero, al gasto y al consumismo descontrolado que cada fin de año es venerado con mayor fervor que los símbolos religiosos que dan origen y sentido a las fiestas navideñas.

Tal vez entre los que acudan a contemplar el cono de oro algunos bajen la vista y descubran que a sus pies hay cuatro personas en huelga de hambre en defensa de los muchos que sufren la crisis como una dentellada criminal, tal vez, sólo tal vez.  



lunes, 13 de mayo de 2013

El sueño eterno

Ayer, día 12 de Mayo, la Puerta del Sol fue de nuevo el punto de encuentro para los muchos que creemos en la necesidad de un cambio, de los que pensamos que esta nación ultrajada merece un destino mejor que el que auguran las artimañas de los políticos que la desmenuzan desde uno u otro partido. Ayer la Puerta del Sol y el centro de Madrid recuperaron la ilusión al grito de "Sí se puede", pero fue un grito apagado, del todo inaudible para aquellos a quienes iba dirigido pues fuimos muy pocos los que allí acudimos.
Cuando leer la prensa cada día o ver un telediario implica ser conocedor de nuevos desmanes y atropellos, cada día más flagrantes e impunes, cuando más gente intenta encontrar un empleo sin conseguirlo, cuando más dañadas están la educación o la sanidad, cuando más gente pierde su hogar y cuando más falta hace es cuando menos personas acuden a luchar por ello.
No sé si será un mal endémico español como algunos defienden, no se si será la desidia que acompaña a la desesperanza, pero empiezo a pensar como los más agoreros, a creer realmente que los españoles aguantamos lo que nos echen, por grave y lacerante que sea, que nada nos importa, que nada hará que despertemos del sueño interminable.
Ayer, durante la manifestación, pensaba en todo ello cuando me distrajo un sonido que destacaba entre las consignas gritadas y el ruido de las aspas de los helicópteros. Encaramado a la estatua del oso y el madroño, un joven coreano tocaba un saxofon. Entonaba canciones antiguas; el himno de riego, a las barricadas, y otras así. Canciones de otra época que no se corresponden con nuestro momento histórico, que incluso podrían no ser apropiadas, pero que aunque sólo sea por su belleza puramente músical o por el significado que las acompaña, atrajeron la atención de todos hacia el joven músico.
Tocaba una canción tras otra, descansando sólo para corear las consignas que corrían de boca en boca, y todos los que andaban cerca de la estatua lo miraban, aplaudían su música algo desafinada o entonaban las letras de sus himnos.
Acabada la manifestación, el saxofonista descendió de su pedestal y comenzó a responder las preguntas de los curiosos, sobre todo personas de avanzada edad, que ayer eran casi mayoría, y a todos les contaba que no vive en España, que está de paso como turista según sus papeles aunque el no se considera así y que tenía muy claro que debía estar allí, que era su obligación.
Lástima que tantos españoles ayer no pensaran igual.

viernes, 8 de marzo de 2013

Sile, nole

Tener un sobrino de doce años y una sobrina de cuatro se ha convertido para mí en la llave que me permite el acceso a un mundo que a mi edad muchos han cerrado para siempre, el de los comportamientos reservados a la infancia. En los ratos que paso con ellos puedo comentar series de dibujos animados, puedo hacer que la vida sea un juego contínuo, andar por la calle pisando solo las baldosas impares o cruzar los pasos de peatones saltando las rayas blancas, andar por el bordillo de la acera, cambiar cromos.
Todos los domingos, en el delta que forma la calle Carlos Arniches antes de desembocar en la Ronda de Toledo, con la excusa del rastro, se reune una minúscula multitud de personas que cambian o venden cromos de las colecciones que en ese momento estén en los quioscos, cartas de Mágic y demás objetos coleccionables.
Allí acuden los niños de Madrid acompañados de adultos a cambiar los cromos repetidos de la liga de fútbol, de las Monster High o de animales. Los niños manejan los tacos de cromos excedentes y los adultos vigilan sus cuentas con devota atención, identifican los cromos que faltan en su colección corregidos a menudo por la memoria de los adultos.
Acudo allí algunos domingos y me veo rodeado de padres, tios y otros familiares con los que comparto la regresión a la niñez. Observo como conocen las listas de cromos repetidos y los pendientes de conseguir aún mejor que los niños a los que acompañan, como les corrigen si estos creen no tener un cromo que en realidad han cambiado un rato antes con otro niño. Manejan contabilidades de repetidos, pendientes y recién cambiados con la devoción de quien está regresando a la época en que eran ellos los que intercambiaban estampas en alguna plaza, de quien está recuperando un momento feliz de su vida pero con la distancia suficiente de ser sólo el adulto que acompaña al niño para que no se pierda.
Esas coordenadas del rastro se convierten cada semana en una embajada del país de nunca jamás, donde los adultos pueden recuperar su niñez y sentir que esta no estará nunca perdida para siempre, que para reencontrar lo que algunos exiliaron de sus biografías sólo hace falta un puñado de cromos, la excusa de la compañía de un coleccionista y el conjuro de ese mantra delicioso que repite con voz infantil, sile, nole.

lunes, 25 de febrero de 2013

Resfriado

Acabar la lectura de un libro para comenzar casi de inmediato la de uno nuevo. Abandonar a unos personajes, unos paisajes, una época, y conocer otros diferentes, a veces opuestos, a veces casi continuados de los anteriores. Despedirme de una historia que me ha cautivado durante mucho tiempo, que he hecho mía, con la que me he involucrado, con la que he llorado, reído, sufrido, vivido, y lanzarme hacia nuevas vivencias, experiencias. Abandonar la cálida  placidez de los personajes ya conocidos y vividos como a amigos y enemigos de la vida real, la ficticia certeza de una época, de un mundo ya asumido y zambullirme de golpe y sin aviso en las frías aguas de la historia desconocida. Pasar del momento íntimo y mágico de leer la última palabra y cerrar el libro al ritual casi iniciático de abrir un nuevo tomo y leer esa primera palabra que es sólo la punta de un hilo de Ariadna que me sacará del laberinto después de haber recorrido cada una de sus calles y perdido en cada una de sus esquinas.
El cambio de un libro a otro produce una incertidumbre, un desasosiego íntimo y deseado, una suerte de resfriado emocional, una congestión sentimental que aturde minimamente el entendimiento y desordena el alma y del que se me ocurre una forma ideal de curación, a la manera tradicional, guardando gama algunos días acompañado de un buen libro, un buen nuevo libro.

miércoles, 16 de enero de 2013

Morriña

Suena el silbato en el metro y justo antes de que se cierren las puertas entra en el coche un señor de pelo blanco y bigote abundante, también canoso. Entra, se queda de pié junto a una de las puertas, mira a los viajeros y eleva una voz floja, lastrada por la edad, para anunciar que va a recitar un poema de Rosalía de Castro.
Comienza una declamación algo monocorde, apresurada, sin pausas, de un poema de Rosalía. Recita los versos en castellano y en gallego, los unos para su audiencia, los otros para sí mismo.
Termina su breve recital y una pareja, joven, con aspecto de excursionistas, que se encuentra junto a él le pregunta de dónde es. Él les cuenta que de un pueblo cercano a El Ferrol y ellos, también gallegos, resultan ser a su vez oriundos de la zona, al igual que otro joven que parece acompañarlos.

Entablan entonces una conversación en gallego de celebración de la coincidencia entre paisanos, recurriendo a los lugares comunes de la geografía que les une, interesándose el rapsoda por el estado en que se encuentra ahora la zona, por cómo ha cambiado todo.
En lo que dura el trayecto entre dos estaciones rien, pasean sin estar allí por los paisajes de su tierra y por la literatura de Rosalía, por su negrura y su hondura, y vuelven a reír.

En la siguiente parada, el hombre desciende, a buscar otro metro, otro público, se va feliz, con una sonrisa de morriña en el rostro y sin una moneda en el bolsillo.


lunes, 7 de enero de 2013

En blanco

Paso a diario frente al hospital de la Princesa y no me parece un hospital sino más bien un mamotreto de arquitectura estalinista que puede albergar en su interior un laberinto de oficinas siniestras en cuyos pasillos vagan los ciudadanos de ventanilla en ventanilla más que un lugar donde se pone remedio a las enfermedades. Pero de un tiempo a esta parte al hospital le han crecido en las ventanas pedazos de tela que cuelgan como esa ropa tendida que tanto disgustaba las pretensiones estéticas de Gallardón, pero las ventanas del hospital no airean camisas o pantalones, sino pancartas en las que se leen gritos de socorro que son el mismo lamento en realidad. Y no sólo en este hospital cuelgan las sábanas escritas, todos los hospitales públicos de Madrid son ahora un grito mudo en los mensajes de sus pancartas que claman por la defensa de la sanidad pública.
Hoy mismo, el centro de Madrid se ha visto perforado por el avance tan imparable como tal vez tan poco fructífero de lo que llaman la marea blanca, de las miles de personas que defienden la supervivencia de un servicio que debería ser incuestionable, la sanidad pública, como lo fuera la educación con manifestaciones teñidas de verde. Los madrileños de dentro y los de fuera, que toda España es Madrid, salen la la calle a luchar por los logros arrebatados y no hay un día en que la Puerta del Sol no albergue una manifestación, y si no es Sol los erá Cibeles o Neptuno.
Madrid se lanza a ocupar sus arterias para defenderse de los bocados de un monstruo que va más allá de la identificación con un partido político u otro, que con unas dentelladas lacerantes va destruyendo lo que tanto costó conseguir, mermando los derechos, las libertades, todo aquello que ya habíamos asimilado como indestructible, como una parte más de nuestra rutina vital.
Las calles de Madrid gritan su dolor y el grito llega a hacerse cotidiano, a instalarse en nuestra costumbre a base de oírlo a poco que salgamos a la calle y corremos el riesgo de no llegar a oirlo, de desoír el lamento como no lo oye, o no lo escucha, el monstruo que sigue mordiendo, devorando, sin hacer remilgos en su afán destructor pero degustando con más deleite el plato más sabroso, el de los sordos y los mudos, los que miran para otro lado o los que ya no miran. De ellos se nutren y ellos le hacen más fuerte, más difícil de vencer.