miércoles, 30 de noviembre de 2011

A esa hora


Existe un hora incierta, compañera del crepúsculo, en la que el barrio de Malasaña exhibe sus colores como un pavo real y con el pecho hinchado sale a la calle.
Es la hora en la que los homosexuales solitarios pasean a sus perros en miniatura y las luces de los escaparates se convierten en faros hacia los que, como polillas engalanadas, se dirigen los hipsters sin remisión. Las librerías de viejo sacan a la calle sus saldos y las señoras que ya vivían en el barrio antes de su transformación acuden a las pollerías para preparar el menú del día siguiente. Entre Espíritu Santo, San Andrés y La Palma hay una procesión de devotos de la moda, de jóvenes estudiantes que resucitan de entre los libros al olor de las pizzerías, un reguero contínuo de coolhunters mezclados con estudiantes Erasmus, paseadores de perros y artistas con los bolsillos vacíos.
Es la hora en la que el centro de Madrid se disfraza de Nueva York y se presume cosmopolita y moderno.
Pero es la hora también en que florecen las prostitutas de la calle Ballesta, en la que la plaza de San Ildefonso se llena de vagabundos que deambulan alrededor de alguien apodado Panoramix por sus larga cabellera y su barba, blancas como la nieve, y porque tiene algo de druida hippie anclado en un pasado que se transcurre en nuestro presente, es la hora en la que aparecen los arqueólogos de la basura siguiendo una ruta aprendida de conte
nedor en contenedor, es la hora más frívola pero también la más canalla.
A esa hora, cuando paseo por Malasaña, mis pasos suelen acabar en un lugar ajeno a las calles y a la tragicomedia que en ellas se representa. Donde coinciden la Corredera Baja de San Pablo y la calle Puebla, la iglesia de San Antonio de los Alemanes se abre entre misa y misa a los exploradores urbanos mientras permanece ignota para muchos de los que pasan frente a ella pero no reparan en su fachada carente de ornamentos a excepción de una pequeña estatua del santo, sin reclamos que inviten a entrar. Mientras en su exterior la vida se muestra bulliciosa, desordenada y libertina, dentro del diminuto recinto elíptico que forman sus paredes el visitante ocasional puede perder la noción del tiempo absorto en la
s pinturas al fresco que la cubren desde el suelo hasta el punto más alto de su bóveda. Dedicar un tiempo sin cómputo a contemplar cada figura, cada detalle. Dar rienda suelta a la mirada para que se pierda entre los elementos que diferentes autores plasmaron a lo largo de los años, sentirse recibido, acogido, protegido, inmune al transcurrir frenético de la vida en Madrid, como esta estuviera siempre detenida en San Antonio de los Alemanes.


sábado, 26 de noviembre de 2011

Piedra, metal y miseria

Flanquean a La Ribera de Curtidores varias corralas supervivientes de los tiempos en que llenaban Madrid igual que hoy lo hacen los pisos compartidos por emigrantes, como una forma barata de obtener un techo bajo el que dormir y poco más cuando no se tiene ni eso.
De aquel primitivo uso no queda más que el recuerdo y las corralas de Ribera de Curtidores se han convertido ahora en galerías donde los anticuarios más comerciales exponen su mercancía y cada domingo por la mañana sacan sus brillos al sol como un pavo real que exhibe su plumaje, para solaz de turistas y visitantes del rastro que se adentran en ellas sorteando bronces de Diana cazadora y lámparas de flecos deshilachados.
Varias de estas corralas no hace demasiado tiempo que fueron restauradas por algún plan municipal que resaltó su tipismo de ladrillo visto, tejados de pizarra y barandillas de hierro, un lavado de cara para que sirvieran de cebo a los compradores atraídos por su oropel renovado de quincallas y trastos viejos.
Pero entre todas ellas hay una corrala que mantiene su función primigenia, la de servir de vivienda barata a un puñado de familias y dónde no hay más antiguedades que los trastos deshechados que se puedan encontrar en la tienda abarrotada, laberíntica, caótica y surreal de los Traperos de Emaús.
El patio de la corrala exhibe ante los escasos visitantes un panorama de paredes ruinosas que se dejan caer sobre puntales metálicos como un anciano que ha renunciado a caminar erguido y se sabe necesitado de un hombro ajeno. Gran parte del recinto
está deshabitado a causa de la ruina y aunque el resto no parece estar en mal estado, la impronta de la pobreza se manifiesta por todas partes.
Casi en el centro de la corrala, entre la ruina y el herrumbe, desafia al sentido común del visitante ocasional una enorme escultura cuya presencia allí cuesta entender. Un desproporcionado bulto de piedra y metal, un mamotreto informe que se podría encuadrar en ese estilo artístico tan impreciso que puebla las rotondas de las carreteras nacionales, obra de algún artista que olvidó su firma o no quiso dejarla y que resulta tan extraño en un lugar como este que casi parece un desafío, un agravio si se compara con los edificios apuntalados a punto de derrumbarse vencidos por el tiempo y la desidia.
La escultura permanece firme, elevándose orgullosa hacia el cielo mientras su entorno se desploma. Una pieza del conjunto brilla lustrosa mientras las malas hierbas brotan entre los puntales que algún día dejarán de sujetar unas ruinas que no por postergadas son menos evidentes y seguramente la escultura permanecerá, casi intacta como ahora, apenas tocada por el spray de algún adolescente, mostrando imperturbado su exotismo.
Llego a la corrala, me siento cerca de la escultura y la dibujo, transformo en líneas cada una de sus formas vulgares pero altaneras y me pregunto q
uién la pondría allí, qué político consideraría más adecuado colocar en la corrala aquél obstáculo para la vista en lugar de restaurar los edificios y añadir algo de dignidad a sus habitantes, pero no tengo respuesta.
Mientras dibujo, dos hombres gitanos salen de un portal y hablan de las elecciones que se celebran ese mismo día, uno le pregunta a otro: ¿Al final, a quien vas a votar?, y el otro le responde: ¿Yo? a ninguno, yo no voto a los payos.
Continúo dibujando y comprendo su decisión.