viernes, 4 de noviembre de 2016

Pandemia de maletas

Se pueden consultar los contenedores como las hojas del té o las cartas del tarot, es posible acudir a ellos en busca del futuro de las personas a través de los restos de su pasado, son también chivatos del destino con mayor fiabilidad y el mismo contenido de creatividad.
En una ciudad mutante como Madrid, los contenedores para escombros se multiplican en las calles, nacen y sufren su propio ciclo vital. Poco tiempo después de instalarse, entre la casquería urbanística que en ellos se amontona brotan oasis imprevistos que producen particulares frutos. Lo que no cabe en la taxonomía que divide la basura en verde, amarillo, gris o azul encuentra su última o penúltima morada en los contenedores.
Exiliados de las biografías de sus poseedores, los objetos que yacen en los contenedores son voces quebradas que tienen tanto que decir del pasado de quién allí los desahució como de su futuro. Los juguetes rotos hablan de un adolescente que comienza y los libros apilados son testigos del fin de algún bibliófilo que destinó más tiempo a formar una biblioteca que una familia.
Hay muebles que suplican una segunda oportunidad, fotografías que pregonan el relato de otras vidas, cadáveres de plantas domésticas, electrodomésticos en huelga y maletas.

Siempre hay una maleta en los contenedores, en las papeleras, en los alcorques, en las esquinas. Maletas abiertas y desiertas de equipaje, reliquias viajeras que agonizan ahora en la calle. Me pregunto de donde salen las maletas de Madrid, las que cualquier paseante puede encontrarse cada noche en cualquier pliegue del mapa urbano, qué extraña pandemia las condena una muerte indigna de ellas que fueron relicarios de la intimidad de sus poseedores, portadoras de las memorias de viajeros de todo tipo.
Alguien me dijo alguna vez que pueden ser resultados de robos en estaciones, aeropuertos y otros espacios frecuentados por nómadas urbanos pero la idea me horroriza, me da miedo pensar en secuestradores de intimidades portátiles, en ladrones más interesados en testimonios de otras vidas que en acaparar bienes monetarios.
No sé cual es su origen, qué mano las abandona y a qué deben su multiplicidad, pero sé que siempre hay una maleta agonizando en una calle cercana, siempre hay un grito mudo que brota de cada cremallera y se ahoga antes de contar al mundo lo que ha vivido, qué viajes ha realizado, qué secretos guardó.
Las maletas de Madrid yacen heridas, tal vez asesinadas, pero nadie investigará su crimen, nadie se fijará en ellas a excepción de este paseante con los ojos demasiado prestos a encontrar gigantes en cada molino que la ciudad pone a su paso.


lunes, 17 de octubre de 2016

Intimidad compartida.


Experimentar, o más bien padecer un ingreso en un hospital, con lo que trae consigo en cuanto al abandono de las seguridades cotidianas a cambio de sometimiento y dependencia ante personas desconocidas, y no siempre empáticas con nuestro mal, es una experiencia que permitiría redactar un sinfín de textos a fin de explorar el hecho de convertirse en un paciente, hasta que punto ese cambio de estado distorsiona algunos pilares de nuestra identidad y sólo ofrece dudas y sobresaltos.
He pasado el último mes y medio entrando y saliendo del mismo hospital y he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre todo ello, si de algo hay excedencia en nuestra sanidad es de tiempo de espera, pero de todos los aspectos de la vida hospitalaria me interesa sobre todo uno, tal vez el más ajeno a mis dolencias y a mi relación con profesionales de la salud.
El exceso de demanda, o más bien la escasez de plazas, obliga a los enfermos a compartir habitación, a ceder una parte de su intimidad a cambio de la que entrega el compañero, a exponer su alma y su cuerpo ante el compañero de celda. Esta intimidad compartida convierte a cada enfermo en una suerte de espectador de una obra teatral que se desarrolla ante él, sin posibilidad de renunciar al espectáculo no solicitado.
Cada nuevo compañero de habitación viene acompañado de una historia personal que se despliega en el breve escenario que conforma el espacio en torno a su cama y que tiene como telón la cortina que rompe la habitación en dos. Su historia se manifiesta como una función por la que desfilan los personajes que le dan forma, secundarios y protagonistas que poco a poco van desgranando datos, nombres, hechos, detalles de un historial médico o intimidades familiares.
Los miembros de la familia, los visitantes de todo tipo, entran en el escenario representan su papel,  llevan a cabo oportunos mutis y la historia crece, se arma y define como drama o comedia. El origen y la intrahistoria del personaje principal, siempre el enfermo, su situación social, sus filias, sus fobias y su entramado vital van siendo desgranados por los intérpretes ignorantes de su condición actoral y poco a poco, el espectador que a su vez es actor de otra función paralela descubre todo aquello que hace grande a una historia, los matices, los pequeños dramas y alegrías paralelos al personaje central, la riqueza de los personajes secundarios o su pobreza, la incertidumbre siempre temida sobre el desenlace de la historia. En ocasiones sólo hay un actor que representa su función vital en un monólogo mudo, en otras la obra es coral y el despliegue de personajes es rico y variado, la esencia del ser humano gotea o se desborda sobre las improvisadas tablas y el espectador atento puede disfrutar de las más grandes historias, las que teje y desteje la cotidianeidad de las personas, la vida de la gente que cuanto más pequeña parece más grande es.
Y si el espectador lo desea puede romper la cuarta pared y fundir su función con la del vecino, crear una nueva basada en una comunión de experiencias que confluyen o divergen en una habitación de hospital y la convierten en el gran teatro del mundo.

domingo, 16 de octubre de 2016

Huida en espiral

Me decidí a llevar este blog un buen día de un año que ahora parece lejano y que entonces era para mí un salto descomunal hacia un nuevo futuro, lo hice motivado por el creciente deseo de dar salida a todas las ideas, pensamientos y reflexiones que me ocasionaba pasear y vivir en una ciudad que aún era ignota para mi.
Dejé de publicar aquí dos años después y aún no sé por qué lo hice. Tal vez porque cada vez disponía de menos tiempo para descubrir la ciudad, tal vez porque cada vez me quedaba menos descubrimientos por hacer, al menos en apariencia, tal vez sólo porque sí. No lo sé ni lo pretendo averiguar.
Ahora, pasado un tiempo importante, he vuelto a este blog, le he releído con sorpresa, encontrando más interés del que esperaba, sorprendiéndome con mis propios textos y he decidido a recuperarlo.
Me fui y ahora regreso pero no soy el mismo, otra es mi mirada, otras son mis experiencias y mi vida cotidiana, y todo eso me condicionará en los nuevos textos que publicaré cuando me sea posible, sin una periodicidad fija, pero el interés y la pasión que pondré en estas entradas que tal vez no interesen a nadie seguirá siendo el mismo.
Hasta pronto.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Basura y oro

Madrid es cada día que pasa más un estercolero.
El tour de force del ayuntamiento contra sus trabajadores inunda de desperdicios las aceras y por donde uno camine se enredan los pies en hojas muertas, en papeles y plásticos.
Entre este caos continua la vida y continúan los rituales que se repiten periódicamente, a diario o cada año, la gente sigue yendo a trabajar, saliendo a la compra o tirando la basura aunque nadie la recoja, el ayuntamiento vuelve a erigir un gigantesco cono navideño, al que algunos inocentes se atreven a llamar abeto, en la Puerta del Sol.

Este año es diferente, ya no es verde como se espera de él y ya no están los corazones de Agatha Ruiz de la Prada. Este año el supuesto abeto es de color dorado, como algunas monedas, como el oro, y en lugar de corazones hay bombos de la lotería.
El enorme cono de hierro y luces se alza en el centro de Madrid como el punto de peregrinación de algún obsceno culto al dinero. Ahora, cuando cada vez hay más gente que no tiene nada, en el centro de Madrid, de España, se alza un homenaje al dinero, a la ilusión volcada en los premios imposibles de la lotería, al oro cuyo brillo todo lo ilumina.
Este año los visitantes navideños de la Puerta del Sol se fotografiarán pasando por debajo de un monumento al dinero, al gasto y al consumismo descontrolado que cada fin de año es venerado con mayor fervor que los símbolos religiosos que dan origen y sentido a las fiestas navideñas.

Tal vez entre los que acudan a contemplar el cono de oro algunos bajen la vista y descubran que a sus pies hay cuatro personas en huelga de hambre en defensa de los muchos que sufren la crisis como una dentellada criminal, tal vez, sólo tal vez.  



lunes, 13 de mayo de 2013

El sueño eterno

Ayer, día 12 de Mayo, la Puerta del Sol fue de nuevo el punto de encuentro para los muchos que creemos en la necesidad de un cambio, de los que pensamos que esta nación ultrajada merece un destino mejor que el que auguran las artimañas de los políticos que la desmenuzan desde uno u otro partido. Ayer la Puerta del Sol y el centro de Madrid recuperaron la ilusión al grito de "Sí se puede", pero fue un grito apagado, del todo inaudible para aquellos a quienes iba dirigido pues fuimos muy pocos los que allí acudimos.
Cuando leer la prensa cada día o ver un telediario implica ser conocedor de nuevos desmanes y atropellos, cada día más flagrantes e impunes, cuando más gente intenta encontrar un empleo sin conseguirlo, cuando más dañadas están la educación o la sanidad, cuando más gente pierde su hogar y cuando más falta hace es cuando menos personas acuden a luchar por ello.
No sé si será un mal endémico español como algunos defienden, no se si será la desidia que acompaña a la desesperanza, pero empiezo a pensar como los más agoreros, a creer realmente que los españoles aguantamos lo que nos echen, por grave y lacerante que sea, que nada nos importa, que nada hará que despertemos del sueño interminable.
Ayer, durante la manifestación, pensaba en todo ello cuando me distrajo un sonido que destacaba entre las consignas gritadas y el ruido de las aspas de los helicópteros. Encaramado a la estatua del oso y el madroño, un joven coreano tocaba un saxofon. Entonaba canciones antiguas; el himno de riego, a las barricadas, y otras así. Canciones de otra época que no se corresponden con nuestro momento histórico, que incluso podrían no ser apropiadas, pero que aunque sólo sea por su belleza puramente músical o por el significado que las acompaña, atrajeron la atención de todos hacia el joven músico.
Tocaba una canción tras otra, descansando sólo para corear las consignas que corrían de boca en boca, y todos los que andaban cerca de la estatua lo miraban, aplaudían su música algo desafinada o entonaban las letras de sus himnos.
Acabada la manifestación, el saxofonista descendió de su pedestal y comenzó a responder las preguntas de los curiosos, sobre todo personas de avanzada edad, que ayer eran casi mayoría, y a todos les contaba que no vive en España, que está de paso como turista según sus papeles aunque el no se considera así y que tenía muy claro que debía estar allí, que era su obligación.
Lástima que tantos españoles ayer no pensaran igual.

viernes, 8 de marzo de 2013

Sile, nole

Tener un sobrino de doce años y una sobrina de cuatro se ha convertido para mí en la llave que me permite el acceso a un mundo que a mi edad muchos han cerrado para siempre, el de los comportamientos reservados a la infancia. En los ratos que paso con ellos puedo comentar series de dibujos animados, puedo hacer que la vida sea un juego contínuo, andar por la calle pisando solo las baldosas impares o cruzar los pasos de peatones saltando las rayas blancas, andar por el bordillo de la acera, cambiar cromos.
Todos los domingos, en el delta que forma la calle Carlos Arniches antes de desembocar en la Ronda de Toledo, con la excusa del rastro, se reune una minúscula multitud de personas que cambian o venden cromos de las colecciones que en ese momento estén en los quioscos, cartas de Mágic y demás objetos coleccionables.
Allí acuden los niños de Madrid acompañados de adultos a cambiar los cromos repetidos de la liga de fútbol, de las Monster High o de animales. Los niños manejan los tacos de cromos excedentes y los adultos vigilan sus cuentas con devota atención, identifican los cromos que faltan en su colección corregidos a menudo por la memoria de los adultos.
Acudo allí algunos domingos y me veo rodeado de padres, tios y otros familiares con los que comparto la regresión a la niñez. Observo como conocen las listas de cromos repetidos y los pendientes de conseguir aún mejor que los niños a los que acompañan, como les corrigen si estos creen no tener un cromo que en realidad han cambiado un rato antes con otro niño. Manejan contabilidades de repetidos, pendientes y recién cambiados con la devoción de quien está regresando a la época en que eran ellos los que intercambiaban estampas en alguna plaza, de quien está recuperando un momento feliz de su vida pero con la distancia suficiente de ser sólo el adulto que acompaña al niño para que no se pierda.
Esas coordenadas del rastro se convierten cada semana en una embajada del país de nunca jamás, donde los adultos pueden recuperar su niñez y sentir que esta no estará nunca perdida para siempre, que para reencontrar lo que algunos exiliaron de sus biografías sólo hace falta un puñado de cromos, la excusa de la compañía de un coleccionista y el conjuro de ese mantra delicioso que repite con voz infantil, sile, nole.

lunes, 25 de febrero de 2013

Resfriado

Acabar la lectura de un libro para comenzar casi de inmediato la de uno nuevo. Abandonar a unos personajes, unos paisajes, una época, y conocer otros diferentes, a veces opuestos, a veces casi continuados de los anteriores. Despedirme de una historia que me ha cautivado durante mucho tiempo, que he hecho mía, con la que me he involucrado, con la que he llorado, reído, sufrido, vivido, y lanzarme hacia nuevas vivencias, experiencias. Abandonar la cálida  placidez de los personajes ya conocidos y vividos como a amigos y enemigos de la vida real, la ficticia certeza de una época, de un mundo ya asumido y zambullirme de golpe y sin aviso en las frías aguas de la historia desconocida. Pasar del momento íntimo y mágico de leer la última palabra y cerrar el libro al ritual casi iniciático de abrir un nuevo tomo y leer esa primera palabra que es sólo la punta de un hilo de Ariadna que me sacará del laberinto después de haber recorrido cada una de sus calles y perdido en cada una de sus esquinas.
El cambio de un libro a otro produce una incertidumbre, un desasosiego íntimo y deseado, una suerte de resfriado emocional, una congestión sentimental que aturde minimamente el entendimiento y desordena el alma y del que se me ocurre una forma ideal de curación, a la manera tradicional, guardando gama algunos días acompañado de un buen libro, un buen nuevo libro.

miércoles, 16 de enero de 2013

Morriña

Suena el silbato en el metro y justo antes de que se cierren las puertas entra en el coche un señor de pelo blanco y bigote abundante, también canoso. Entra, se queda de pié junto a una de las puertas, mira a los viajeros y eleva una voz floja, lastrada por la edad, para anunciar que va a recitar un poema de Rosalía de Castro.
Comienza una declamación algo monocorde, apresurada, sin pausas, de un poema de Rosalía. Recita los versos en castellano y en gallego, los unos para su audiencia, los otros para sí mismo.
Termina su breve recital y una pareja, joven, con aspecto de excursionistas, que se encuentra junto a él le pregunta de dónde es. Él les cuenta que de un pueblo cercano a El Ferrol y ellos, también gallegos, resultan ser a su vez oriundos de la zona, al igual que otro joven que parece acompañarlos.

Entablan entonces una conversación en gallego de celebración de la coincidencia entre paisanos, recurriendo a los lugares comunes de la geografía que les une, interesándose el rapsoda por el estado en que se encuentra ahora la zona, por cómo ha cambiado todo.
En lo que dura el trayecto entre dos estaciones rien, pasean sin estar allí por los paisajes de su tierra y por la literatura de Rosalía, por su negrura y su hondura, y vuelven a reír.

En la siguiente parada, el hombre desciende, a buscar otro metro, otro público, se va feliz, con una sonrisa de morriña en el rostro y sin una moneda en el bolsillo.


lunes, 7 de enero de 2013

En blanco

Paso a diario frente al hospital de la Princesa y no me parece un hospital sino más bien un mamotreto de arquitectura estalinista que puede albergar en su interior un laberinto de oficinas siniestras en cuyos pasillos vagan los ciudadanos de ventanilla en ventanilla más que un lugar donde se pone remedio a las enfermedades. Pero de un tiempo a esta parte al hospital le han crecido en las ventanas pedazos de tela que cuelgan como esa ropa tendida que tanto disgustaba las pretensiones estéticas de Gallardón, pero las ventanas del hospital no airean camisas o pantalones, sino pancartas en las que se leen gritos de socorro que son el mismo lamento en realidad. Y no sólo en este hospital cuelgan las sábanas escritas, todos los hospitales públicos de Madrid son ahora un grito mudo en los mensajes de sus pancartas que claman por la defensa de la sanidad pública.
Hoy mismo, el centro de Madrid se ha visto perforado por el avance tan imparable como tal vez tan poco fructífero de lo que llaman la marea blanca, de las miles de personas que defienden la supervivencia de un servicio que debería ser incuestionable, la sanidad pública, como lo fuera la educación con manifestaciones teñidas de verde. Los madrileños de dentro y los de fuera, que toda España es Madrid, salen la la calle a luchar por los logros arrebatados y no hay un día en que la Puerta del Sol no albergue una manifestación, y si no es Sol los erá Cibeles o Neptuno.
Madrid se lanza a ocupar sus arterias para defenderse de los bocados de un monstruo que va más allá de la identificación con un partido político u otro, que con unas dentelladas lacerantes va destruyendo lo que tanto costó conseguir, mermando los derechos, las libertades, todo aquello que ya habíamos asimilado como indestructible, como una parte más de nuestra rutina vital.
Las calles de Madrid gritan su dolor y el grito llega a hacerse cotidiano, a instalarse en nuestra costumbre a base de oírlo a poco que salgamos a la calle y corremos el riesgo de no llegar a oirlo, de desoír el lamento como no lo oye, o no lo escucha, el monstruo que sigue mordiendo, devorando, sin hacer remilgos en su afán destructor pero degustando con más deleite el plato más sabroso, el de los sordos y los mudos, los que miran para otro lado o los que ya no miran. De ellos se nutren y ellos le hacen más fuerte, más difícil de vencer.



viernes, 12 de octubre de 2012

El sueño hispano

Hoy, 12 de Octubre, Madrid sale a la calle a disfrutar del día festivo.
Aprovechando la jornada de puertas abiertas, he pasado un rato placentero visitando el Teatro Real afablemente presentado por los miembros de la asociación de amigos de la ópera.
Salí del teatro mientras resonaban en mi cabeza los nombres de Aida, Boris Godunov, Musorgski, Arrieta y otros que habían sido pronunciados con devoción por los guías. En el cielo cruzaban aviones militares dejando una estela roja y gualda.
En los alrededores de la Puerta del Sol, la gente paseaba entrando y saliendo de las tiendas que ignoraban la festividad y entre los rostros abundaban los de piel morena y rasgos que indicaban una procedencia sudamericana.
Los inmigrantes latinos paseaban esta mañana con banderas españolas en sus manos. Lucían el emblema del país que les ha acogido, han salido a la calle a celebrar este día como no lo hacemos los españoles. 
Ya en la Puerta del Sol, junto a las fuentes se arremolinaban los Pitufos, Dora la exploradora, Spiderman, Bob Esponja, un amplio elenco de personajes Disney y algún que otro habitante del Barrio Sésamo. Hoy los alrededores del kilómetro cero parecían más que nunca un parque temático sin más atracciones que la posibilidad de hacerse una foto junto al personaje favorito de cada cual o comprar algún globo con forma de flor o espada. 
Dentro de cada personaje, o al menos en casi todos ellos, también hay un emigrante latino, también hay un sueño hispano reducido a una mendicidad colorista y disfrazada de delirio televisivo en el que no hay lugar para banderas ni desfiles, dentro de cada muñeco hay un sueño truncado oculto por una máscara sonriente.
Camino hacia el metro, en las escaleras encuentro a otro emigrante, este parece europeo, tiene un acordeón y está tocando el Ave María de Shubert al pié de una máquina de condones.


lunes, 8 de octubre de 2012

Espejo, espejito

Los lunes por la tarde, son, por definición, hostiles pero Madrid ofrece remedios amables contra los inicios de semana, una sala de cine pequeña y una peícula muda y en blanco y negro puede ser uno de esos eficaces paliativos.
He visto esta tarde Blancanieves, de Pablo Berger, y su visionado me ha inmunizado contra todos los ataques que me tenga reservada esta semana. Hay tanta belleza en sus imágenes, tantas emociones y tan intensas en una historia que pese a ser por obligación arquetípica y tópica está tan plagada de inspiración y de buen cine que merece ser tomada en dosis semanales, una cada lunes después de las comidas o antes de las cenas, si estas son entre amigos.
Blancanieves es un ejercicio de cine puro, de sentimientos y emociones administrados sin mesura pero con maestría, de llantos y de carcajadas enmarcados en algunas de las más bellas imágenes que han aparecido en una película española en los últimos años.
He salido del cine ordenando en mi mente y fijando en mi memoria todo lo que he visto y sentido pero sin poder dejar de pensar también en ese bulo imbécil que ha recorrido internet según el cual, para el rodaje de la película se habían matado dos toros.
No muere un sólo toro en toda la película, ni siquiera se ve alguno ya muerto, no hay violencia ni crueldad contra los animales en la película por mucho que la historia se desarrolle en el mundo taurino del principios del siglo veinte, pero no importa, no necesitamos comprobar un bulo para darle pábulo, para que crezca de boca en boca, los españoles somos fabuladores, cuentistas, y eso nos vuelve a veces marrulleros, embusteros.
La mentira es más grave cuando sirve a fines nobles, como en este caso en el que se intenta luchar contra la crueldad animal, o como cuando para atacar la sangrante política económica del gobierno español circuló de ordenador en ordenador una lista de los logros políticos de François Hollande igualmente fabulosa como fabulada, o tantas otras veces que no merece la pena enumerar.
Así somos, si no tenemos argumentos nos los inventamos, como madrastras de Blancanieves necesitamos un espejo que nos devuelva nuestra imagen magnificada y glorificada, aunque todo sea un engaño. Pero no somos Maribel Verdú, no tenemos su inmensa capacidad de interpretación y al final las mentiras tienen las patas demasiado cortas como para que un bulo repetido acabe por ser verdad.



martes, 2 de octubre de 2012

Silencio.

Me lo encontré por primera vez una mañana casi en la puerta de mi casa y entonces dudé si sería un sin techo más o sólo un joven desaliñado.
Caminaba un tanto errático, con demasiada ropa encima para ser alguien que sólo paseaba, pero su aire despierto, inteligente, su aspecto de extranjero perdido en otro país me hicieron dudar.
Desde entonces sólo lo he visto de noche, más o menos en la misma zona de la calle Goya, de vez en cuando me cruzo con él y sigue atrayendo mi atención del mismo modo. Todavía es un joven atractivo, que ha dejado crecer una barba sucia y tupida pero siempre arreglada y bien recortada. Mantiene un fuego de inteligencia en la mirada, tiene el aire de alguien golpeado por la vida sólo por una temporada y que saldrá pronto del bache, pero la carga que acumula junto a él me indica que no es así, que es un vagabundo más, otro despojado, otra víctima que sumar a la lista de bajas.
Se acurruca en un banco rodeado de ropa vieja y sucia, de un equipaje escondido dentro de enormes bolsas que seguramente no sea más que una acumulación de porquería cada día mayor, de objetos inservibles, pero que son sus objetos, sus únicas propiedades.
Me cruzo con él y sigo pensando que me gustaría hablarle, entablar una conversación sobre cualquier tema, compartir algo que he visto en él y que no sé bien qué es. Pero no lo hago, paso de largo y no me involucro.
Como no me atrevo a hablar con el negro que vende La Farola entonando canciones de Abba a voz en grito en la esquina de Alcalá con Goya, como no soy capaz de decirle nada a la chica que muestras sus fotografías en la calle Preciados y que pide tres tipos de limosna diferentes; Para realizar las fotos, para imprimirlas y para pagarse un Master en Efti. O los hombres estatua que cada día se esfuerzan más por adoptar las posturas más imposibles, o los que no tienen nada más que ofrecer que su propio cuerpo mutilado, los que sólo pueden mostrar su pobreza como reclamo para salir de ella.
Paso de lado junto a los que han sido más duramente golpeados por la crisis, por el sistema económico que a todos nos aprieta con fuerza pero que a algunos ahoga. Son los que callan, los que no participan en las manifestaciones, los que ya no tienen ningún derecho que reivindicar. Tal vez sean ellos esa mayoría silenciosa a la que dio las gracias el presidente del gobierno sin perder un ápice de su compostura de villano de culebrón. Tal vez lo seamos los que callamos pese a ser aún sólo espectadores, aquellos a los que pronto ya no nos quedará ni la voz porque nos la habrán asfixiado.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Extrañeza del metro

El metro es el escaparate del gran mercado del mundo, la pasarela de las rarezas y las cotidianidades madrileñas, un subterráneo jardín de las delicias de tipos, poses e historias.
Hay lugar en el metro para músicos estruendosos, para mendigos artificiales y para los que realmente necesitan el favor ajeno para sobrevivir. En un vagón de metro caben los últimos punkies luciendo sus cuerpos maltratados al lado de señoritas que se maquillan para entrar estupendas al trabajo. 
El metro es un cajón de sastre semoviente en el que igual se encuentran jóvenes ruidosos montando un botellón sucio e ineducado que lectores silenciosos e introspectivos. Hay espacio para los comerciales trajeados y para las prostitutas casi en cueros. Conviven en un mismo espacio exiguo neohippies uniformados, señoras recién salidas de la pelu, ancianos que sonríen a las muchachas, musculitos en camiseta de tirantes, raperos sepultados en oro, trabajadores del suburbano que olvidaron la sonrisa en la puerta, seguratas que quieren ser Clint Eastwood, adoradores del iphone expatriados de Matrix, embajadores forzosos de cien mil países, señoras que devoran sopas de letras, niños curiosos que sólo saben que no saben nada, enamorados para siempre por un rato, gentes de cien mil raleas, que diría Serrat.
Todos conviven en el mismo espacio y todos son invisibles a los demás, nadie produce mayor extrañeza que quien tiene a su lado, nada es nuevo para los viajeros del suburbano que ya lo han visto y oído todo, que no tienen tiempo ni ganas para dedicar su tiempo a los demás. Nada consigue distraer a los pasajeros del metro excepto una persona que dibuja. Una mano trazando líneas sobre un papel es el imán más poderoso para las miradas, para los comentarios no disimulados. Ante la presencia del dibujante no hay reparo, se abre la espita de la descortesía y se comenta su labor como se retransmite una celebración deportiva, con el mismo afán y la misma vacuidad, las miradas vuelan por encima de su hombro y se acaban por clavar sobre su obra, incluso se desaprueba su labor abiertamente, el acto del dibujante abre la veda en un coto de caza cerrado para las especies más jugosas pero libre para quien sólo pretende emplear su tiempo entre estaciones dando libertad a su mano, a su instinto.




sábado, 21 de julio de 2012

Encuentro en la Fuente del Berro

Cuentan que Felipe II se hacía traer todos los días un poco de agua de la fuente que había en la Quinta del Berro, lo cual era una proeza pues la distancia hasta la residencia real era considerable para los usos de su tiempo, acostumbrados a un Madrid recoleto y a mano.
Con los siglos la ciudad fue creciendo y rodeando a la quinta, que ahora se encuentra circundada por el bullicio feroz de la M-30 y el ajetreo del distrito de Salamanca, pese a lo cual sigue siendo un lugar ideal para encontrar la paz que rara vez nos ofrece la capital.
Tengo la suerte de vivir muy cerca de allí, por lo que de vez en cuando busco su cobijo para leer o dibujar, ayer mismo me decidí a pasear llevando una agradable compañía canina de la mano a una hora en la que el parque se llena de otros paseantes de perros, de jóvenes que juegan un fútbol desordenado pero más puro que el que nos vende la televisión, de personas que leen tumbadas en el cesped o de niños que intentan alcanzar algún pato ahora que su charca está seca.
Personas cuyos rostros me son ignotos que caminan junto a mi sin llamar mi atención, pero entre todos ellos aparece uno al que reconozco y que me lleva a detener mi paso por la sorpresa de su presencia. Ya comenté otra vez que no soy de los que asaltan a las personas famosas por la calle, ni siquiera cuando el motivo de su fama me produce admiración, como era el caso, por eso sólo continué mi caminar errante disfrutando un gozo íntimo y un tanto infantil cuando de nuevo me cruzaba con él y con la persona que le acompañaba. A cada nuevo cruce con su paseo sentía un impulso de dirigirme a él, llamarle Don Antonio, y entablar una conversación aunque fuera banal, pero sólo fui uno más, como uno cualquiera de los que no le reconocieron, un paseante con perro que regresó feliz a su casa por el hecho tan tonto pero satisfactorio de haberse cruzado con el escritor que le ha proporcionado tanto bueno a lo largo de los años.



jueves, 14 de junio de 2012

Vidas ajenas

Recientemente, mi teléfono móvil se estropeó y mientras me lo intentaban reparar, la compañía telefónica con la que contraté me ofreció otro aparato sustitutivo. 
El nuevo teléfono, mermado en la mayoría de sus funciones en comparación con el anterior, no me ofrecía las posibilidades de ocio a las que estaba acostumbrado, así que para pasar los ratos muertos y por la costumbre adquirida, me dediqué  a explorar su escaso contenido.
Los anteriores usuarios de este teléfono errante habían olvidado borrar mensajes de texto, fotografías o números en la agenda. Encontré en aquél teléfono la fotografía de un coche, la de una pared en el punto en que se encuentra con el techo y la de una guitarra, mensajes de texto que convocaban a citas ya pasadas o que daban cuenta de la mejoría de alguien que debió estar enfermo, listas de nombres ignotos con un número de teléfono junto a cada uno. 
Instantes de otra biografía, o de varias entrelazadas en una nueva inventada a partir de la realidad. Exploré aquellas huellas de vidas ajenas con cierta morbosidad, con esa curiosidad por los devenires del vecino que se supone que nos afecta a los españoles pero no por un auténtico interés en lo que le ocurra  a otras personas, sino porque en cada uno de esos indicios estaba la promesa de una historia, de un relato apasionante.
Pero no sólo en aquél teléfono pasado por mil manos, sino también en frases que oigo cuando camino por la calle, extractos mínimos de una conversación vedada que cobran una nueva dimensión extraídos de su contexto. Conversaciones en otra mesa mientras como en un restaurante y que me distraen y atraen más que la televisión ruidosa que no falta en cada establecimiento hostelero español. Palabras que escapan por las ventanas y trepan por el espacio angosto de mi patio de vecinos hasta colarse en mi casa y que me están contando lo que ocurre a pocos metros, o más bien la posibilidad de historias increíbles unos pisos más abajo. La gente que habla a voces por teléfono en el metro, en los autobuses y sobre todo en los trenes de largo recorrido, donde las conversaciones son más largas y las historias que traen consigo más interesantes por más ricas, más llenas de matices. Los sonidos que se filtran por las paredes de mi casa y que me traen el eco de los programas que la pareja de ancianos que viven al lado ven durante todo el día, desde que se levantan hasta que se acuestan, y que me cuentan más sobre ellos que ellos mismos, a los que apenas me he cruzado nunca en la escalera. Conversaciones compartidas a la fuerza unos instantes en un ascensor. Lo que me cuentan los títulos de los libros y los objetos que encuentro en las casas que visito, o en las ropas y los gestos de las personas que me cruzo en la calle por esa costumbre adquirida a fuerza de leer a Conan Doyle. 
No es morbosidad, no me interesan las vidas ajenas como parecen interesarle tanto a los espectadores televisivos, pero me apasionan las historias, conocerlas y sobre todo crearlas, como autor son mi materia prima y mientras mis musas sigan de vacaciones seguiré bebiendo de estas fuentes.






Nota: A quien sufra de mi mismo mal, recomiendo la lectura del blog de Juan Berrio:  http://juanberriofrases.blogspot.com.es/


lunes, 16 de abril de 2012

Una sonrisa

Las cinco de la tarde es una hora extraña para usar el metro. La línea seis acostumbra a ir abarrotada a esa hora en la que los usuarios ni van a trabajar ni regresan de su jornada laboral, no encaja con los horarios laborales más usuales, pero ocupan casi por completo los vagones, en silencio, cada persona en su burbuja, adormilados por la digestión aún en curso o por un madrugón que entonces comienza a dejar sentir sus secuelas.
En la estación de Diego de León suben nuevas personas, no hay asientos libres así que permanecen de pie, leyendo, escrutando una pantalla o con la mirada perdida. Entre las personas que entran hay un joven con síndrome de Down. En su rostro hay una sonrisa que parece grabada con un cincel, profunda, emocionante y sincera.
Recorre con su mirada a los pasajeros hasta que descubre a una niña, un bebé que viaja acompañada de sus padres. Sin pensárselo más se dirige a ella, se coloca frente a la niña que lo mira sorprendida, casi asustada, y comienza a hablarle.
Su voz es grave y potente, estruendosa, como un grito pero tan llena de ternura que no molesta, sólo sorprende. Habla con la niña y sólo repite una frase; ¿Qué pasa?.
El bebé lo mira y calla, la madre sonríe mirando a su hija incitandola a sonreír igualmente y el padre se mantiene serio.
La escena me distrae por un momento, me reconforta y después regreso a mi lectura, pero antes de colocar la vista sobre el texto me cruzo con otra mirada. Una chica joven contempla igualmente la escena y sonríe, ampliamente, con los labios pero también con los ojos emocionados. Otra mujer comienza entonces a sonreír, plácidamente, satisfecha, y luego es un hombre, y pronto hay unas diez personas sonriendo en un vagón de metro a las cinco de la tarde. Todas miran, miramos, hacia el joven que monologa con el bebé pero a la vez nos miramos los unos a los otros, contemplamos en silencio nuestra sonrisa colectiva y hay en ese momento una comunicación mayor y más sincera entre los pasajeros que si se hubiera establecido una conversación.
Al cabo de un par de estaciones, el bebé y sus padres abandonan el tren y cada uno regresamos a nuestra burbuja y yo no dejo de pensar en que precisamente el día anterior, mi amiga Michi me había hecho llegar un vídeo que tiene tanto que ver con lo que acaba de ocurrir. Me regocijo en la coincidencia, en la casualidad gozosa, y continuo leyendo, aún sonrío.


miércoles, 28 de marzo de 2012

Chinatown mulato


En los casi dos años que llevo habitando esta ciudad, mi forma de mirarla ha cambiado, evolucionado. De la mirada sorprendida del visitante neófito que descubre una ciudad nueva que está unida a la poca que ya conocía, al conocimiento sereno de las calles y las gentes, al disfrute de las zonas que no entran en las guías turísticas por su ausencia de bellezas reseñables pero que pueden tener el mismo interés o mayor.
Aún se esconde para mí un país de las maravillas detrás de los nombres de cada estación de metro, que son palabras misteriosas como conjuros que invocan prodigios cotidianos, nombres como Suanzes, Nueva Numancia, Tetuan, Pavones, Usera.
Nada más salir del metro de Usera, el establecimiento de un fotógrafo chino exhibe rótulos en caracteres orientales donde pregona su oferta profesional, pero sobre todos ellos hay uno escrito en español en el que ofrece reportajes de bautizos, comuniones, bodas y celebraciones de los quince años. Es este rótulo el que define el carácter del barrio, el del mestizaje entre china y sudamérica. Los fotógrafos chinos hacen reportajes a las quinceañeras sudaméricanas en su día grande y nunca el mundo puede ser más pequeño como lo es en Usera.
Me adentro por las calles del barrio siguiendo a un vendedor ambulante aparecido de pronto, viste una gorra y ropa de colores pastel, camisa rosa y pantalón azul cielo, como salido de una cafetería norteamericana de los años cincuenta y va ofreciendo a los peatones cucuruchos de maní, de almendras garrapiñadas, y otras delicias que lleva en una bandejita a la altura de la cabeza mientras lo observo pensando si no formará parte del rodaje de una película por su ropa y hasta su comportamiento tan de otras latitudes, de otros tiempos.
No es el único vendedor en la calle, junto a la boca del metro, en tenderetes improvisados para ser desmontados con premura ante una amenaza de las fuerzas del órden, familias gitanas intentan vender lencería femenina, calcetines, algún pañuelo, mientras los hombres lucen enormes anillos de aprendices de padrinos de barrio que brillan a la par de sus dientes metálicos. En la otra acera, mujeres sudamericanas venden panes cocinados con recetas indígenas y hay un olor a empanadillas de carne que brota de las panaderías regentadas por mujeres muy maquilladas que despachan a ritmo de bachata y merengue, como ocurre desde hace tanto tiempo en Madrid pero que a mi me sigue fascinando porque no acabo de dejar de ser un pueblerino viviendo su aventura en la capital.
Hay en las pareces carteles de fiestas latinas, de candidatos sudamericanos pidiendo el voto para sus países, de ofrecimientos para tareas domésticas que se mezclan con textos ininteligibles escritos en chino, como en una nueva biblioteca de Babel de la publicidad multicultural.
Camino por calles de hotelitos, detrás de los pasos de dos niños que cargan con un colchón enorme, mirando los edificios tristes, monótonos como tantos en Madrid, que dibujan el perfil del barrio, y entre todos ellos aparecen unos muros muy altos, muy blancos, que son la promesa de más maravillas porque por encima de ellos brotan esculturas de metal oxidado soldado, una torre de sillas de jardín, farolas sin cristales ni bombillas. No acabo de distinguir si es una chatarrería o la casa de un artista, pero la verja flanqueada de vegetación y el pequeño portalito como de casa de película de miedo me lleva a pensar en lo segundo. Lamento no poder ver más del interior pero me alegra haber dado con el sitio, porque de esos pequeños descubrimientos se nutre mi amor por la ciudad. Me siento en un banco a descansar, a pocos metros del metro, en la parte más elevada de una pequeña loma, observo la vida apresurada pero apacible de la plaza con el aire de un dios engreído e idiota que mira por encima del hombro a sus criaturas. Elevo la mirada y frente a mí veo las torres de colón, pequeñas, lejanas y me parecen más la postal de un país remoto que la constatación de que el centro de Madrid está a tiro de piedra, con su tráfico voraz, con sus urgencias y su ruido, con su nadie conoce a nadie, con su simulacro de importancia y notoriedad.
Al cabo de un rato camino de nuevo hacia el metro, bajo las escaleras y soy de nuevo el conejo blanco urgido sin motivo, contagiado de Madrid.