sábado, 21 de julio de 2012

Encuentro en la Fuente del Berro

Cuentan que Felipe II se hacía traer todos los días un poco de agua de la fuente que había en la Quinta del Berro, lo cual era una proeza pues la distancia hasta la residencia real era considerable para los usos de su tiempo, acostumbrados a un Madrid recoleto y a mano.
Con los siglos la ciudad fue creciendo y rodeando a la quinta, que ahora se encuentra circundada por el bullicio feroz de la M-30 y el ajetreo del distrito de Salamanca, pese a lo cual sigue siendo un lugar ideal para encontrar la paz que rara vez nos ofrece la capital.
Tengo la suerte de vivir muy cerca de allí, por lo que de vez en cuando busco su cobijo para leer o dibujar, ayer mismo me decidí a pasear llevando una agradable compañía canina de la mano a una hora en la que el parque se llena de otros paseantes de perros, de jóvenes que juegan un fútbol desordenado pero más puro que el que nos vende la televisión, de personas que leen tumbadas en el cesped o de niños que intentan alcanzar algún pato ahora que su charca está seca.
Personas cuyos rostros me son ignotos que caminan junto a mi sin llamar mi atención, pero entre todos ellos aparece uno al que reconozco y que me lleva a detener mi paso por la sorpresa de su presencia. Ya comenté otra vez que no soy de los que asaltan a las personas famosas por la calle, ni siquiera cuando el motivo de su fama me produce admiración, como era el caso, por eso sólo continué mi caminar errante disfrutando un gozo íntimo y un tanto infantil cuando de nuevo me cruzaba con él y con la persona que le acompañaba. A cada nuevo cruce con su paseo sentía un impulso de dirigirme a él, llamarle Don Antonio, y entablar una conversación aunque fuera banal, pero sólo fui uno más, como uno cualquiera de los que no le reconocieron, un paseante con perro que regresó feliz a su casa por el hecho tan tonto pero satisfactorio de haberse cruzado con el escritor que le ha proporcionado tanto bueno a lo largo de los años.



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