lunes, 7 de enero de 2013

En blanco

Paso a diario frente al hospital de la Princesa y no me parece un hospital sino más bien un mamotreto de arquitectura estalinista que puede albergar en su interior un laberinto de oficinas siniestras en cuyos pasillos vagan los ciudadanos de ventanilla en ventanilla más que un lugar donde se pone remedio a las enfermedades. Pero de un tiempo a esta parte al hospital le han crecido en las ventanas pedazos de tela que cuelgan como esa ropa tendida que tanto disgustaba las pretensiones estéticas de Gallardón, pero las ventanas del hospital no airean camisas o pantalones, sino pancartas en las que se leen gritos de socorro que son el mismo lamento en realidad. Y no sólo en este hospital cuelgan las sábanas escritas, todos los hospitales públicos de Madrid son ahora un grito mudo en los mensajes de sus pancartas que claman por la defensa de la sanidad pública.
Hoy mismo, el centro de Madrid se ha visto perforado por el avance tan imparable como tal vez tan poco fructífero de lo que llaman la marea blanca, de las miles de personas que defienden la supervivencia de un servicio que debería ser incuestionable, la sanidad pública, como lo fuera la educación con manifestaciones teñidas de verde. Los madrileños de dentro y los de fuera, que toda España es Madrid, salen la la calle a luchar por los logros arrebatados y no hay un día en que la Puerta del Sol no albergue una manifestación, y si no es Sol los erá Cibeles o Neptuno.
Madrid se lanza a ocupar sus arterias para defenderse de los bocados de un monstruo que va más allá de la identificación con un partido político u otro, que con unas dentelladas lacerantes va destruyendo lo que tanto costó conseguir, mermando los derechos, las libertades, todo aquello que ya habíamos asimilado como indestructible, como una parte más de nuestra rutina vital.
Las calles de Madrid gritan su dolor y el grito llega a hacerse cotidiano, a instalarse en nuestra costumbre a base de oírlo a poco que salgamos a la calle y corremos el riesgo de no llegar a oirlo, de desoír el lamento como no lo oye, o no lo escucha, el monstruo que sigue mordiendo, devorando, sin hacer remilgos en su afán destructor pero degustando con más deleite el plato más sabroso, el de los sordos y los mudos, los que miran para otro lado o los que ya no miran. De ellos se nutren y ellos le hacen más fuerte, más difícil de vencer.



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