miércoles, 28 de marzo de 2012

Chinatown mulato


En los casi dos años que llevo habitando esta ciudad, mi forma de mirarla ha cambiado, evolucionado. De la mirada sorprendida del visitante neófito que descubre una ciudad nueva que está unida a la poca que ya conocía, al conocimiento sereno de las calles y las gentes, al disfrute de las zonas que no entran en las guías turísticas por su ausencia de bellezas reseñables pero que pueden tener el mismo interés o mayor.
Aún se esconde para mí un país de las maravillas detrás de los nombres de cada estación de metro, que son palabras misteriosas como conjuros que invocan prodigios cotidianos, nombres como Suanzes, Nueva Numancia, Tetuan, Pavones, Usera.
Nada más salir del metro de Usera, el establecimiento de un fotógrafo chino exhibe rótulos en caracteres orientales donde pregona su oferta profesional, pero sobre todos ellos hay uno escrito en español en el que ofrece reportajes de bautizos, comuniones, bodas y celebraciones de los quince años. Es este rótulo el que define el carácter del barrio, el del mestizaje entre china y sudamérica. Los fotógrafos chinos hacen reportajes a las quinceañeras sudaméricanas en su día grande y nunca el mundo puede ser más pequeño como lo es en Usera.
Me adentro por las calles del barrio siguiendo a un vendedor ambulante aparecido de pronto, viste una gorra y ropa de colores pastel, camisa rosa y pantalón azul cielo, como salido de una cafetería norteamericana de los años cincuenta y va ofreciendo a los peatones cucuruchos de maní, de almendras garrapiñadas, y otras delicias que lleva en una bandejita a la altura de la cabeza mientras lo observo pensando si no formará parte del rodaje de una película por su ropa y hasta su comportamiento tan de otras latitudes, de otros tiempos.
No es el único vendedor en la calle, junto a la boca del metro, en tenderetes improvisados para ser desmontados con premura ante una amenaza de las fuerzas del órden, familias gitanas intentan vender lencería femenina, calcetines, algún pañuelo, mientras los hombres lucen enormes anillos de aprendices de padrinos de barrio que brillan a la par de sus dientes metálicos. En la otra acera, mujeres sudamericanas venden panes cocinados con recetas indígenas y hay un olor a empanadillas de carne que brota de las panaderías regentadas por mujeres muy maquilladas que despachan a ritmo de bachata y merengue, como ocurre desde hace tanto tiempo en Madrid pero que a mi me sigue fascinando porque no acabo de dejar de ser un pueblerino viviendo su aventura en la capital.
Hay en las pareces carteles de fiestas latinas, de candidatos sudamericanos pidiendo el voto para sus países, de ofrecimientos para tareas domésticas que se mezclan con textos ininteligibles escritos en chino, como en una nueva biblioteca de Babel de la publicidad multicultural.
Camino por calles de hotelitos, detrás de los pasos de dos niños que cargan con un colchón enorme, mirando los edificios tristes, monótonos como tantos en Madrid, que dibujan el perfil del barrio, y entre todos ellos aparecen unos muros muy altos, muy blancos, que son la promesa de más maravillas porque por encima de ellos brotan esculturas de metal oxidado soldado, una torre de sillas de jardín, farolas sin cristales ni bombillas. No acabo de distinguir si es una chatarrería o la casa de un artista, pero la verja flanqueada de vegetación y el pequeño portalito como de casa de película de miedo me lleva a pensar en lo segundo. Lamento no poder ver más del interior pero me alegra haber dado con el sitio, porque de esos pequeños descubrimientos se nutre mi amor por la ciudad. Me siento en un banco a descansar, a pocos metros del metro, en la parte más elevada de una pequeña loma, observo la vida apresurada pero apacible de la plaza con el aire de un dios engreído e idiota que mira por encima del hombro a sus criaturas. Elevo la mirada y frente a mí veo las torres de colón, pequeñas, lejanas y me parecen más la postal de un país remoto que la constatación de que el centro de Madrid está a tiro de piedra, con su tráfico voraz, con sus urgencias y su ruido, con su nadie conoce a nadie, con su simulacro de importancia y notoriedad.
Al cabo de un rato camino de nuevo hacia el metro, bajo las escaleras y soy de nuevo el conejo blanco urgido sin motivo, contagiado de Madrid.

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