sábado, 26 de noviembre de 2011

Piedra, metal y miseria

Flanquean a La Ribera de Curtidores varias corralas supervivientes de los tiempos en que llenaban Madrid igual que hoy lo hacen los pisos compartidos por emigrantes, como una forma barata de obtener un techo bajo el que dormir y poco más cuando no se tiene ni eso.
De aquel primitivo uso no queda más que el recuerdo y las corralas de Ribera de Curtidores se han convertido ahora en galerías donde los anticuarios más comerciales exponen su mercancía y cada domingo por la mañana sacan sus brillos al sol como un pavo real que exhibe su plumaje, para solaz de turistas y visitantes del rastro que se adentran en ellas sorteando bronces de Diana cazadora y lámparas de flecos deshilachados.
Varias de estas corralas no hace demasiado tiempo que fueron restauradas por algún plan municipal que resaltó su tipismo de ladrillo visto, tejados de pizarra y barandillas de hierro, un lavado de cara para que sirvieran de cebo a los compradores atraídos por su oropel renovado de quincallas y trastos viejos.
Pero entre todas ellas hay una corrala que mantiene su función primigenia, la de servir de vivienda barata a un puñado de familias y dónde no hay más antiguedades que los trastos deshechados que se puedan encontrar en la tienda abarrotada, laberíntica, caótica y surreal de los Traperos de Emaús.
El patio de la corrala exhibe ante los escasos visitantes un panorama de paredes ruinosas que se dejan caer sobre puntales metálicos como un anciano que ha renunciado a caminar erguido y se sabe necesitado de un hombro ajeno. Gran parte del recinto
está deshabitado a causa de la ruina y aunque el resto no parece estar en mal estado, la impronta de la pobreza se manifiesta por todas partes.
Casi en el centro de la corrala, entre la ruina y el herrumbe, desafia al sentido común del visitante ocasional una enorme escultura cuya presencia allí cuesta entender. Un desproporcionado bulto de piedra y metal, un mamotreto informe que se podría encuadrar en ese estilo artístico tan impreciso que puebla las rotondas de las carreteras nacionales, obra de algún artista que olvidó su firma o no quiso dejarla y que resulta tan extraño en un lugar como este que casi parece un desafío, un agravio si se compara con los edificios apuntalados a punto de derrumbarse vencidos por el tiempo y la desidia.
La escultura permanece firme, elevándose orgullosa hacia el cielo mientras su entorno se desploma. Una pieza del conjunto brilla lustrosa mientras las malas hierbas brotan entre los puntales que algún día dejarán de sujetar unas ruinas que no por postergadas son menos evidentes y seguramente la escultura permanecerá, casi intacta como ahora, apenas tocada por el spray de algún adolescente, mostrando imperturbado su exotismo.
Llego a la corrala, me siento cerca de la escultura y la dibujo, transformo en líneas cada una de sus formas vulgares pero altaneras y me pregunto q
uién la pondría allí, qué político consideraría más adecuado colocar en la corrala aquél obstáculo para la vista en lugar de restaurar los edificios y añadir algo de dignidad a sus habitantes, pero no tengo respuesta.
Mientras dibujo, dos hombres gitanos salen de un portal y hablan de las elecciones que se celebran ese mismo día, uno le pregunta a otro: ¿Al final, a quien vas a votar?, y el otro le responde: ¿Yo? a ninguno, yo no voto a los payos.
Continúo dibujando y comprendo su decisión.


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