miércoles, 7 de diciembre de 2011

Santos


En un paseo feliz aprovechando la mañana soleada y bulliciosa que me llevó ayer desde la plaza de Ópera al mercadillo navideño de la Plaza Mayor, dediqué un rato a visitar la catedral de la Almudena aprovechando la poca afluencia de visitantes.
La Almudena es una catedral impostada, un capricho caro de los madrileños construido sin ganas para no desmerecer ante otras ciudades en una época extraña para el alzado de catedrales.
Sin un estilo preciso, se mezclan en ella el neogótico de sus muros con mil y un estilos en la geometría hiriente de sus vidrieras, en los frescos, en el artesonado que tiene algo de construcción vikinga, en las tallas barrocas que muestran su belleza junto a la escultura de Escribá de Balaguer que tiene la fealdad cateta de una estatua de plaza de pueblo. Nada es auténtico, todo cabe y todo vale.
De camino a casa, al pasar por el cruce entre Alcalá y Goya, me encuentro como tantas veces con un hombre que pasa el día agazapado al pie de un árbol, recluido en el mínimo espacio de tierra y hojas secas que parece reservado más a los perros o a las mangueras de los jardineros que a las personas. En ese espacio inmutable excepto cuando llueve y se traslada al pie de un escaparate cercano, pasa el día tallando con un fervor y una dedicación obsesivas. Con una maza en una mano y una gubia en la otra, rodeado de lápices, pinturas y un caos de materiales tirados por el suelo, reproduce sobre pedazos de madera innoble obras de arte que previamente ha fotocopiado en una hoja de papel.
Esculpe sobre todo imágenes religiosas en bajorrelieves toscos y torpes, con un aire naif a fuerza de desconocimiento de la técnica pero en los que, no me cabe duda, pone tanto de su alma como el más grande de los artistas.
Observo sus santos policromados, cercanos a veces al dibujo de un niño, y no puedo dejar de pensar en los que poco tiempo antes he visto en la catedral. Hay más alma en sus tallas que en gran parte del arte que alberga la catedral, más devoción y mayor entrega en sus trozos de madera encontrados en algún contenedor que en la grandilocuencia hortera del retrato de la Beata María Pilar Izquierdo y otras obras.
Pero hay algo en lo que coinciden; junto al escultor
un cartel manuscrito pide una ayuda monetaria acompañado siempre de muy pocas monedas, a la entrada de la catedral casi corta el paso un enorme letrero que reclama una donación para el monumento, allí siempre hay monedas, muchas monedas.

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