sábado, 17 de diciembre de 2011

Lucanor, el de los Lunnis.

Viajo en el metro enfrascado en la lectura del libro que me acompaña desde hace unas semanas, me sumerjo en sus páginas y ya no estoy en Madrid sino paseando errático por las calles de Lisboa de la mano de Santiago Biralbo. Su lectura me cautiva, me secuestra de la realidad y me sumerge en una historia ajena que nunca existió pero que en esos momentos es más real para mi que lo que sucede a mi alrededor. La literatura me embruja, me trastoca los sentidos y me enamora desde que era muy jóven, sólo un niño que leía con fervor los libros de Verne, London o Salgari que me regalaba mi abuelo exiliándolos de su biblioteca de forma casi ritual, mágica.
La literatura me ha salvado tantas veces, me ha dado la vida y me ha robado el alma desde que adquirir el poder milagroso de la lectura. Es una parte de mi vida inseparable de mi pobre biografía, un rasgo de mi caracter.
Venero los libros, incluso los malos, los respeto como objetos sagrados y los atesoro, quiero saber todo sobre ellos y desde que puedo recordar mi curiosidad hacia ellos, hacia sus autores y sus circunstancias me acompaña, me guía y me anima.
En mis tiempos de estudiante de bachillerato esperaba con ansia la clase de literatura, aquella hora bruja en la que un profesor al que le debo tanto desgranaba ante mi los pormenores de la historia literaria de España, pero cuando llegaba la evaluación nunca conseguía el aprobado. Me fascinaba la asignatura, la disfrutaba como casi nadie pero los exámenes la reducían a su lado más banal, a la sucesión de nombres y fechas que tan poco tenía que ver con ella. En los exámenes no aparecía el embrujo de la literatura, el que me fascinaba durante el curso.
Ahora leo en el metro cuando me distrae una conversación. Levanto la vista y me encuentro con un grupo de cuatro o cinco chicas adolescentes, maquilladas, atravesadas por anillos metálicos, con la ropa breve y kitsch tan del gusto de las urbanitas de su edad. Rien y comentan entre ellas los exámenes a los que se han enfrentado en estos días y se produce una conversación que me aturde.
Comenta una de ellas, con respecto a un reciente exámen de literatura, que le preguntaron por "El Lucanor" y otra interrumpe preguntando "¿Lucanor, ese es de los Lunnis, no?
la otra responde afirmativamente, comenta algo sobre los personajes de la televisión infantil y después prosigue, cuenta que eso es "algo de tercero" y que en su libro, al mencionar a "El Lucanor" se leía "consultar el libro de tercero", así que, en el examen, ella escribió textualmente "consultar el libro de tercero".
Como colofón todas ríen y en unos segundos se han olvidado del Lucanor, el de los Lunnis.
Por un momento, antes de salir del asombro, siento ira hacia ellas, hacia su desprecio por la literatura, pero no la merecen.
Mientras el sistema educativo español siga convirtiendo a los estudiantes en recopiladores de datos, en memorizadores de fechas y nombres, el Conde Lucanor seguirá sufriendo afrentas de este tipo, al igual que los demás personajes y autores.
Cada nuevo gobierno trae consigo una reforma educativa que no pretende más que adecuar el sistema a sus intereses políticos, pero la auténtica reforma, la que cambie de raiz el sistema y sustituya las retahílas de datos por el disfrute de las materias, por el conocimiento, no llega porque no conviene, no interesa a los gobernantes.
Me temo que por mucho tiempo, el buen conde Lucanor seguirá siendo uno de los Lunnis.

1 comentario:

  1. Rose, como docente (en este caso de historia) no puedo estar más de acuerdo contigo, sobre todo porque algunos siguen empeñados en medir la sabiduría de sus alumnos a través de la nota de un examen, lo cual es un tremendo error. Como amante de los libros también estoy de acuerdo contigo, y opino (al igual que el filósofo Heine) que quien los quema o destroza acaba destrozando o quemando gente. Y sobre las chicas del metro, estoy seguro que llevaban unos gafotes de esos de moda (ejem). Maravilloso artículo, maestro.

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